miércoles, 28 de marzo de 2012

LAS CONDICIONES DE LA ORACIÓN CRISTIANA



El asombro
El «asombro» surge cuando alguien se tropieza con algo que hasta entonces no ha presenciado, que le resulta insólito, extraño y nuevo, y cuyo sentido y origen no sabe explicarse. Pero el asombro frente al hecho cristiano no es un suceso pasajero. La existencia cristiana nunca se libra del asombro, e incluso éste va creciendo en la medida que el hombre se adentra en su propia realidad cristiana. El cristiano que se avergüence de que su propia existencia nunca llega a estar en clara, debería dejar de ser cristiano. Los milagros aparecen en la Biblia como «signos» o «señales de alerta»: lo que viene con ellos no es continuación de lo que antes precedió, sino principio de un nuevo acontecimiento. Éste estado de alerta es precisamente el que debería sentir el cristiano frente a su propia existencia.
Pero los milagros son también al mismo tiempo sucesos de ayuda y consuelo. En ellos siempre tiene lugar una radical transformación salvadora del curso amenazador de las cosas. Y los milagros también son siempre promesa y anuncio de un mundo redimido, en el que ya no habrá sufrimiento, dolor ni muerte.
Pero lo más decisivamente nuevo, el milagro de todos los milagros, es Cristo mismo, cuyo encuentro y llamada no cesa de experimentar el cristiano. Aquellos a quienes les es dado asombrarse ante Cristo se convierten en algo nuevo, desconocido. ¿Cómo podría ser nunca su existencia algo corriente y familiar para ellos? Ser cristiano es siempre, por consiguiente, algo sorprendente, algo ante lo cual ha de inclinarse el hombre con asombro.
El interés
La existencia cristiana no puede quedarse, de ninguna forma, en el mero asombro o en una simple admiración. Dios, al suscitar del modo descrito el asombro y al hacer del cristiano un hombre sorprendido, al mismo tiempo lo reclama, hace de él un hombre interesado por Dios.
Con el asombro, el cristiano se «introduce» a Dios. Dios lo invade, lo toca, lo toma. Ya no hay vuelta atrás. Yo, en cuanto individuo concreto, con este carácter, con mi corazón a veces obstinado o asustado, en mi situación histórica, soy llamado personalmente por mi Dios. La existencia cristiana es, en primer lugar, la propia vida personal del individuo cristiano. Se trata de su llamada, de su elección y santificación, de su alegría y su dolor, se trata del hecho único de su corta vida y de su muerte. Ser cristiano afecta a todo el hombre.
Pero el ser cristiano no sólo exige el interés del cristiano por su propia vida privada, sino además por la cristiandad. Le afecta el juicio que hace Dios de la comunidad de los cristianos, como también le estimula la promesa que Dios ha hecho a esta comunidad. Todo cuanto ocurre o deja de ocurrir en la vida del pueblo de Dios, sea bueno o malo, le concierne, en cuanto cristiano, directamente y le afecta como cosa propia.
Y finalmente: toda la historia moderna del mundo es un tiempo de gracia de nuestro Dios. Y aunque todos los hombres se desentiendan del destino de la humanidad actual (de esta humanidad que existe hoy, europeos y africanos, americanos y asiáticos, creyentes y ateos, comunistas y anticomunistas), el cristiano no puede hacerlo, pues a él le ha tocado poder y deber entregarse a Dios íntegramente. Y este Dios dice «sí» a todo el género humano. El cristiano existe inmerso en el mundo actual, interpelado por él y preocupado por él. «Oyéndolo, sintieron compungirse sus corazones, y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué es lo que debemos hacer, hermanos?» (Hech 2, 37).
El compromiso
La actitud interior de asombro e interés da lugar en el cristiano a una esfera existencial de desafío. Es algo muy hermoso ser llamados así por Dios, pero también supone un compromiso muy estricto y casi temible. Es verdad que en la revelación existen también verdades «periféricas» que no constituyen tal compromiso para un cristiano, aunque tampoco carecen de su valor específico. Pero lo que obliga incondicionadamente a un cristiano es la plenitud de Dios y su llamada. El cristiano debería congregar su existencia en torno al centro de la fe, y juzgarlo todo a partir de ahí.
De ahí que, por un lado, no le esté permitido prescindir de ningún punto de la «periferia», y, por otro lado, tampoco deba constituirse a sí mismo en un «segundo centro», ni concentrar en los detalles su ansia de devoción. Tan sólo Cristo es el centro unificador de nuestra fe, y el que no recoge con él, desparrama. Llamarse cristiano en el sentido más esencial de la palabra supone realizar ambas cosas en la vida: respetarlo todo, por secundario que parezca, y al mismo tiempo sólo comprometerse con el único centro, Cristo. Todo lo demás es, a lo sumo, simple devoción (quizás bienintencionada), pero no tiene nada que ver con el núcleo del cristianismo. Sólo en este equilibrio que resulta de una fe vivida, y a veces también sufrida, con honradez, puede y debe el cristiano ser un hombre feliz. Es un hombre «satisfecho», en el sentido básico del término: ha encontrado su satisfacción. Sabe de qué se trata en la vida, qué importa en último término. Se sabe a merced de Dios, refugiado en su misericordia, escogido por él para una eterna alabanza en una felicidad sin fin. Por ello, si no en la superficie, al menos en su íntimo ser es siempre un hombre satisfecho, y un hombre que irradia satisfacción en el mundo.
La soledad
En el mundo, un cristiano vive como un solitario, y no sólo por la fuerza de las circunstancias, sino esencialmente. Y no siempre es cosa fácil sobrellevar con dignidad y alegría este aislamiento. Ser cristiano no es desde luego ser huraño, pero en el fondo es algo crítico, y un revolucionario. El que se entrega a ser cristiano debe contar con que se encontrará en medio de una minoría. Esta soledad hay que soportarla con la mayor ecuanimidad, sin dar pie al desaliento ni al despecho.
Es probable que un cristiano, precisamente por vivir como cristiano, apenas será popular nunca, sobre todo entre los llamados «hijos del mundo» y también entre los «devotos». El que se decide a ser cristiano, si lo hace en serio, debe llevar la soledad con tranquilidad y comprensión.
Pablo aludió claramente a ello. En el segundo capítulo de su primera carta a los corintios explica lo que significa llevar en nosotros el pensamiento de Cristo, haber recibido el espíritu de Dios. Este «hombre espiritual», el cristiano, es un misterio. El mundo no lo comprende. Lo cual no significa que sea superior, más inteligente, más independiente. Pero sí es capaz de juzgar al mundo, porque está enraizado en la libertad de Cristo, y ello le da un distanciamiento del mundo que ningún otro puede conseguir en el mundo, ni siquiera los más dotados. Y precisamente por este estar enraizado en Cristo, el cristiano es y será siempre un solitario.
La duda
Esta quinta condición de la oración cristiana es tanto más amenazadora cuanto que no viene de fuera, sino que se desarrolla en nuestro interior.
No debería haber ningún cristiano, sea joven o viejo, fiel o menos fiel, probado o aún no probado, que dude que él mismo es, no importa por qué motivos o hasta qué punto, un escéptico, uno que nunca deja ni dejará nunca de dudar. Antes podría poner en duda que él es un pobre pecador. Pero el cristiano no ha de desesperar a la vista de sus dudas, por radicales que sean. Sobre todo porque, en el plan salvífico de Dios, su duda forma parte de la fe, e incluso es condición de posibilidad de la fe.
La fe genuina sólo puede aparecer como duda superada. La oración del cristiano ha de ser siempre el humilde: «creo, ayuda a mi incredulidad» (Mc 9, 24). Por ello, el cristiano no debe asustarse ante las dudas de fe, y sobre todo no tomarlas como «ateísmo». Pertenecen por esencia al proceso de maduración de la existencia cristiana.
La tentacion
Toda existencia cristiana está continuamente puesta a prueba, para revelar si está construida con «oro, plata y piedras preciosas o madera, heno y paja» (1 Cor 3, 12). Lo peor sería que no se diera cuenta, o que olvidara una y otra vez, que es una empresa amenazada, en constante peligro.
Karl Barth aplicó una vez a los teólogos el célebre pasaje del libro de Amos (capítulo 5) de la siguiente Forma: Odio y aborrezco vuestras conferencias y seminarios, vuestras prédicas, disertaciones y estudios bíblicos, y no me complazco en vuestros coloquios, congresos y asambleas. Y si me ofrecéis vuestros conocimientos hermenéuticos, dogmáticos, éticos y pastorales, no los recibiré ni pondré mis ojos en vuestras cebadas víctimas. Lejos de mí la gritería que organizáis, vosotros los viejos con vuestras gruesos libros, y vosotros los jóvenes con vuestras discusiones. No prestaré oídos a las reseñas que publicáis en vuestros periódicos, revistas y gacetas.
Pero esto vale también para toda la existencia cristiana, con las debidas modificaciones. Lo más terrible sería que el cristiano no se diera cuenta, e incluso no pareciera sospechar, que su propia existencia está puesta a prueba por Dios, sin ninguna excepción. El cristiano sólo puede tener a Dios a su favor si está dispuesto a tenerlo también en contra.
La más difícil tentación de la existencia cristiana hay que buscarla quizás en el ámbito del segundo y tercer mandamientos. Al parecer no es posible librarnos del culto de nuestras ideas y de la profanación del nombre de Dios. El cristiano cae una y otra vez en la tentación prometeica de elevar sus conceptos, sus esquemas y modos de hablar hasta el trono de Dios, hasta llegar a endiosarlos. Semejante tentativa da lugar, necesariamente, a una identificación entre el verdadero Dios y aquello
que los cristianos imaginan poder afirmar sobre él. Pero Dios no puede permitir esta confusión y sólo puede estar en contra de quienes caen en ese supuesto cristianismo.
Otra tentación, bastante sutil, que parece acometer precisamente a los cristianos más destacados es la tergiversación. ¿No es deprimente comprobar cómo hasta los mayores y más reconocidos teólogos han dejado tras sí, junto a aportaciones de positivo valor, también rastros verdaderamente funestos? Esa es una amenaza bajo la que se encuentra siempre el cristianismo. Y ningún cristiano podría vivir sin la misericordia de Dios.
La esperanza
No quiero atenuar las palabras precedentes, ni retirar nada de ellas. Muy al contrario. Las reitero, y aun afirmo: la base de la existencia de la oración es el «a pesar de todo» de la esperanza. Ser cristiano significa proyectarse hacia un futuro que va a paso muy lento, y que se llama simplemente «cielo».
Cuanto de soledad, de duda y de tentación ha de soportar el cristiano, sabrá sobrellevarlo con valor, movido por los signos de la esperanza y por la alegría del Espíritu santo, con una actitud que finalmente hará saltar aquella cáscara superficial. En la teología medieval, alacritas, hilaritas y laetitia spiritualis (alegría, jovialidad y gozo espiritual) eran notas esenciales de la existencia cristiana.
Sin embargo, el cristianismo debe recordar siempre que su júbilo interior es el misterio del don de Dios realizado en el Gólgota: la redención del hombre del pecado, la creación de un hombre nuevo, liberado, respondiendo a la fidelidad de Dios con igual fidelidad y viviendo en paz con Dios y para su gloria. Así, y sólo así, puede el cristiano levantar también la cabeza ante Cristo. «Si hemos muerto con Cristo, tenemos confianza en que viviremos también con él» (Rom 6, 8). El juicio se cumplió ya sobre Cristo, al superar él la soledad y la tentación, que nunca cayeron de modo tan radical sobre ningún otro antes o después de él. Y él lo ha transformado todo en gracia, que es siempre promesa, revelación de la esperanza.
El silencio
Todos estamos de algún modo atados. Ninguno de nosotros es del todo dúctil y flexible en las manos de Dios. Por ello debemos implorarle: Señor, no pases de largo, no te vayas hasta que me haya dado cuenta de tu llegada. Señor, no dejes de llamar a mi puerta, golpea una y otra vez hasta que te abra.
Esa es la actitud de un hombre dispuesto. Todo su ser es un «sí» a Dios, en silencio. Los hombres más fecundos y arrebatadores son siempre los más callados, aquellos que han aprendido a escuchar a Dios.
A lo más íntimo de la existencia cristiana no se llega cuando se habla, sino sólo cuando se calla. Cuando el hombre se recoge, cuando su corazón se abre y se manifiesta en él la presencia del Espíritu. Pero este estar callado hay que aprenderlo. Debemos alzarnos contra el interminable parloteo que se extiende por el mundo. Pero el ruido exterior sólo es una cara del problema, y quizá ni siquiera sea la peor. La otra cara es la agitación interior: el revuelo de los pensamientos, el torbellino de los sentidos, los temores y deseos. Una vida bien ordenada ha de incluir el ejercicio de aprender a callar. Hay que empezar por cerrar la boca siempre que lo requieran el deber profesional, la confianza de otras personas o el respeto a las vidas ajenas. Pero eso sólo es el comienzo: deberíamos acostumbrarnos a callar incluso cuando podríamos hablar, esforzarnos en superar las ganas de hablar. ¡Cuántas cosas superficiales decimos a lo largo del día, y cuántas tonterías! Debemos comprender que el silencio es bello, que no es algo vacío, sino fecundo y auténtico.
Pero eso aún no lo es todo. El silencio exterior no basta. Debemos adquirir el silencio interior, la callada atención ante una cuestión importante, ante una tarea seria, ante el pensamiento de una persona allegada. Así descubriremos que existe un mundo interior en el hombre y que es posible profundizar cada vez más en él.
Y finalmente, el silencio ante Dios. Ante él, que lo supera todo, que rebasa toda capacidad de nuestra mente y de nuestro sentir, todas las ideas enmudecen.
«El Señor está en su santo templo. Calle ante él toda la tierra», nos exhorta el profeta (Hab 2, 20). «Silencio ante el Señor. Pues está cercano Su día» (Sof 1, 7). «Oídme, islas, en silencio. Renovad, ¡oh pueblos! vuestras fuerzas» (Is 41, 1). «Calle toda carne ante el Señor, que se ha alzado de su santa morada» (Zac 2, 17). Así anunciaban los profetas la venida del redentor. Y cuando por fin apareció Cristo, ocurrió en medio de la noche, en silencio, ante la adoración de los pastores.
También la prometida eternidad ha de estar llena de un eterno descanso (Heb 3, 7-4, 11), que desde luego no hemos de tomar como «inactividad», sino «posesión de la plenitud y gozo en silencio».
Aún se podrían decir más cosas, algunas importantes, sobre al silencio en cuanto «acto de oración» especial. Pero aquí nos toca esbozar los rasgos de actitud interior que son necesarios para que surja la oración expresa.
Así queda resumido el fundamento de existencia cristiana del que nace la oración: nuestra oración cristiana es suscitada por el asombro y el interés; trae consigo el compromiso y la soledad; ha de arrostrar la duda y la tentación; pero en ella brilla siempre la esperanza y el silencio.
Estas llamadas «condiciones de posibilidad» de la oración cristiana se dan en toda oración que se realice al modo cristiano, aunque en la oración concreta unas veces sobresale uno de los requisitos, y otras veces otro, presentándose todos con diversos matices a la conciencia de cada cristiano que ora.
Una cosa al menos ha de quedar clara: la estructura de nuestra existencia está circundada por el misterio. No por la oscuridad, sino por una luz cuyo resplandor ciega nuestros ojos y hace enmudecer nuestra boca. En este sentido se podrían analizar dos sentencias de Tomás de Aquino aplicándolas a la oración, pero no me detendré en comentarlas, sino que las propondré simplemente a una callada consideración:
El escalón más elevado de toda la creación lo ocupa el alma humana. Hacia ella tiende la materia como hacia su forma. El hombre es la meta de toda la creación (Summa contra gentes, 3, 22)...
Dios es venerado mediante el silencio. No porque no tengamos nada que saber o decir sobre él, sino porque sabemos que somos impotentes para comprenderlo» (De Trinitate 2, 1 ad 6).

jueves, 8 de marzo de 2012

La voluntad de Dios, regla suprema

Un texto para reflexionar al inicio de la Cuaresma por Dom Vital Lehodey

Queremos salvar nuestra alma y tender a la perfección de la vida espiritual, es decir, purificarnos de veras, progresar en todas las virtudes, llegar a la unión de amor con Dios, y por este medio transformarnos cada vez más en El; he aquí la única obra a la que hemos consagrado nuestra vida: obra de una grandeza incomparable y de un trabajo casi sin límites; que nos proporciona la libertad, la paz, el gozo, la unción del Espíritu Santo, y exige a su vez sacrificios sin número, una paciente labor de toda la vida. Esta obra gigantesca no seria tan sólo difícil, sino absolutamente imposible si contásemos sólo con nuestras fuerzas, pues es de orden absolutamente sobrenatural.
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta»; sin Dios sólo queda la absoluta impotencia, por nosotros nada podemos hacer: ni pensar en el bien, ni desearlo, ni cumplirlo. Y no hablemos de la enmienda de nuestros vicios, de la perfecta adquisición de las virtudes, de la vida de intimidad con Dios que representan un cúmulo enorme de impotencias humanas y de intervenciones divinas. El hombre es, pues, un organismo maravilloso, por cuanto es capaz con la ayuda de Dios de llevar a cabo las obras más santas; pero es a la vez lo más pobre y necesitado que hay, ya que sin e! auxilio divino no puede concebir siquiera el pensamiento de lo bueno. Por dicha nuestra, Dios ha querido salir fiador de nuestra salvación, por lo que jamás podremos bendecirle como se merece, pero no quiere salvarnos sin nosotros y, por consiguiente, debemos unir nuestra acción a la suya con celo tanto mayor cuanto sin El nada podemos.
Nuestra santificación, nuestra salvación misma es, pues, obra de entrambos: para ella se precisan necesariamente la acción de Dios y nuestra cooperación, el acuerdo incesante de la voluntad divina y de la nuestra. El que trabaja con Dios aprovecha a cada instante; quien prescinde de El cae, o se fatiga en estéril agitación. Es, pues, de importancia suma no obrar sino unidos con Dios y esto todos los días y a cada momento, así en nuestras menores acciones como en cualquier circunstancia. porque sin esta íntima colaboración se pierde trabajo y tiempo. ¡Cuántas obras, llenas en apariencia, quedarán vacías por sólo este motivo! Por no haberlas hecho en unión con Dios, a pesar del trabajo que nos costaron, se desvanecerán ante la luz de la eternidad como sueño que se nos va así que despertamos.
Ahora bien, si Dios trabaja con nosotros en nuestra santificación, justo es que El lleve la dirección de la obra: nada se deberá hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. El es el primer principio y último fin; nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones. Nos llama «a la escuela del servicio divino», para ser El nuestro maestro; nos coloca en «el taller del Monasterio», para dirigir allí nuestro trabajo; «nos alista bajo su bandera» para conducirnos El mismo al combate. Al Soberano Dueño pertenece mandar, a la suma sabiduría combinar todas las cosas; la criatura no puede colaborar sino en segundo término con su Creador.
Esta continua dependencia de Dios nos impondrá innumerables actos de abnegación, y no pocas veces tendremos que sacrificar nuestras miras limitadas y nuestros caprichosos deseos con las consiguientes quejas de la naturaleza; mas guardémonos bien de escucharla. ¿Podrá cabemos mayor fortuna que tener por guía la divina sabiduría de Dios, y por ayuda la divina omnipotencia, y ser los socios de Dios en la obra de nuestra salvación; sobre todo si se tiene en cuenta que la empresa realizada en común sólo tiende a nuestro personal provecho? Dios no reclama para sí sino su gloria y hacernos bien, dejándonos todo el beneficio. El perfecciona la naturaleza, nos eleva a una vida superior, nos procura la verdadera dicha de este mundo y la bienaventuranza en germen. ¡Ah, si comprendiéramos los designios de Dios y nuestros verdaderos intereses! Seguro que no tendríamos otro deseo que obedecerle con todo esmero, ni otro temor que no obedecerle lo bastante; le suplicaríamos e insistiríamos para que hiciera su voluntad y no la nuestra. Porque abandonar su sabia y poderosa mano para seguir nuestras pobres luces y vivir a merced de nuestra fantasía, es verdadera locura y supremo infortunio.
Una consideración más nos mostrará «que en temer a Dios y hacer lo que El quiere consiste todo el hombre»; y es que la voluntad divina, tomada en general, constituye la regla suprema del bien, «la única regla de lo justo y lo perfecto»; y que la medida de su cumplimiento es también la medida de nuestro progreso.
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». No basta pues, decir: ¡Señor, Señor!, para ser admitido en el reino de los cielos; es necesario hacer la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos. «El que mantiene unida su voluntad a la de Dios, vive y se salva: el que de ella se aparta muere y se pierde». «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, ven y sígueme». Es decir, haz mejor la voluntad de Dios, añade a la observancia de los preceptos la de los consejos.
Si quieres subir hasta la cumbre de la perfección, cumple la voluntad de Dios cada día más y mejor. Te irás elevando a medida que tu obediencia venga la ser más universal en su objetivo, más exacta en su ejecución, más sobrenatural en sus motivos, más perfecta en las disposiciones de tu voluntad. Consulta los libros santos, pregunta a la vida y a la doctrina de nuestro Señor y verás que no se pide sino la fe que se afirma con las obras, el amor que guarda fielmente la palabra de Dios. Seremos perfectos en la medida que hagamos la voluntad de Dios.
Este punto es de tal importancia que nos ha parecido conveniente apoyarlo con algunas citas autorizadas.
«Toda la pretensión de quien comienza oración-y no se olvide esto, que importa mucho-, ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias puedan hacer que su voluntad se conforme con la de Dios; y, como diré después, en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual. No penséis que hay aquí más algarabías, ni cosas no sabidas y entendidas, que en esto consiste todo nuestro bien». La conformidad ha de entenderse aquí en su más alto sentido.
«Cada cual -explica San Francisco de Sales- se forja la perfección a su modo: unos la ponen en la austeridad de los vestidos: otros, en la de los manjares, en la limosna, en la frecuencia de los Sacramentos, en la oración, en una no sé qué contemplación pasiva y supereminente: otros, en aquéllas gracias que se llaman dones gratuitos: y se engañan tomando los efectos por la causa, lo accesorio por lo principal. y con frecuencia la sombra por el cuerpo... En cuanto a mi yo no se ni conozco otra perfección sino amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a nosotros mismos». Y completa el pensamiento en otra parte, cuando dice que «la devoción (o la perfección) sólo añade al fuego de la caridad la llama que la hace pronta, activa y diligente, no sólo en la guarda de los mandamientos de Dios, sino también en la práctica de los consejos e inspiraciones celestiales» . Así como el amor de Dios es la forma más elevada y más perfecta de la virtud, una sumisión perfecta a la voluntad divina es la expresión más sublime y más pura, la flor más exquisita de este amor... Por otra parte, ¿no es evidente que, no existiendo nada tan bueno y tan perfecto como la voluntad de Dios, se llegará a ser más santo y más virtuoso, cuanto más perfectamente nos conformemos con esta voluntad?
Un discípulo de San Alfonso ha resumido su doctrina diciendo que personas que hacen consistir su santidad en practicar muchas penitencias, comuniones, oraciones vocales, viven evidentemente en la ilusión. Todas estas cosas no son buenas sino en cuanto Dios las quiere, de otra suerte, en vez de aceptarlas las detesta, pues tan sólo sirven de medios para unirnos a la voluntad divina.
Tenemos verdadera satisfacción en repetirlo: toda la perfección, toda la santidad consiste en ejecutar lo que Dios quiere de nosotros; en una palabra, la voluntad divina es regla de toda bondad y de toda virtud; por ser santa lo santifica todo. aun las acciones indiferentes, cuando se ejecutan con el fin de agradar a Dios... Si queremos santificación, debemos aplicarnos únicamente a no seguir jamás nuestra propia voluntad, sino siempre la de Dios porque todos los preceptos y todos los consejos divinos se reducen en sustancia a hacer y a sufrir cuanto Dios quiere y como Dios lo quiere. De ahí que toda la perfección se puede resumir y expresar en estos términos: «Hacer lo que Dios quiere, querer lo que Dios hace».
«Toda nuestra perfección -dice San Alfonso- consiste en el amor de nuestro Dios infinitamente amable; y toda la perfección del amor divino consiste a su vez en la unión de nuestra voluntad con la suya... Si deseamos, pues, agradar y complacer al corazón de Dios, tratemos no sólo de conformarnos en todo a su santa voluntad, sino de unificarnos con ella (si así puedo expresarme), de suerte que de dos voluntades no vengamos a formar sino una sola... Los santos jamás se han propuesto otro objeto sino hacer la voluntad de Dios, persuadidos de que en esto consiste toda la perfección de un alma. El Señor llama a David hombre según su corazón, porque este gran rey estaba siempre dispuesto a seguir la voluntad divina; y Maria, la divina Madre, no ha sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber estado de continuo más perfectamente unida a la voluntad de Dios.» Y el Dios de sus amores, Jesús, el Santo por excelencia, el modelo de toda perfección, ¿ha sido jamás otra cosa que el amor y la obediencia personificados?... Por la abnegación que profesa a su Padre y a las almas, sustituye a los holocaustos estériles y se hace la Víctima universal. La voluntad de su Padre le conducirá por toda suerte de sufrimientos y humillaciones, hasta la muerte y muerte de cruz. Jesús lo sabe; pero precisamente para esto bajó del cielo, para cumplir esa voluntad, que a trueque de crucificarle, se convertiría en fuente de vida. Desde su entrada en el mundo declara al Padre que ha puesto su voluntad en medio de su corazón para amarla, y en sus manos para ejecutarla fielmente. Esta amorosa obediencia será su alimento, resumirá su vida oculta, inspirará su vida pública hasta el punto de poder decir: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre»; y en el momento de la muerte lanzará bien alto su triunfante «Consummatum est»: Padre mío, os he amado hasta el último límite, he terminado mi obra de la Redención, porque he hecho vuestra voluntad, sin omitir un solo ápice.
«Uniformar nuestra voluntad con la de Dios, he ahí la cumbre de la perfección -dice San Alfonso-, a eso debemos aspirar de continuo, ése debe ser el fin de nuestras obras, de todos nuestros deseos, de todas nuestras meditaciones, de nuestros ruegos.» A ejemplo de nuestro amado Jesús, no veamos sino la voluntad de su Padre en todas las cosas; que nuestra única ocupación sea cumplirla con fidelidad siempre creciente e infatigable generosidad y por motivos totalmente sobrenaturales. Este es el medio de seguir a Nuestro Señor a grandes pasos y subir junto a El en la gloria. «Un día fue conducida al cielo en visión la Beata Estefanía Soncino, dominica, donde vio cómo muchos que ella había conocido en vida estaban levantados a la misma jerarquía de los Serafines; y tuvo revelación de que habían sido sublimados a tan alto grado de gloria por la perfecta unión de voluntad con que anduvieron unidos a la de Dios acá en la tierra.»

sábado, 3 de marzo de 2012

El Dios Desconocido y el Dios del hombre en Nicolás de Cusa


En Nicolás de Cusa (Nicolaus von Cusa) el hombre pregunta por Dios e intenta entenderse  partiendo de esto. Pero la divinidad de un Nicolás de Cusa está separada del engranaje que la uniera con la historia de la redención. Es el Dios en sí mismo, y en calidad de tal es concebido en su carácter distinto comparado con todos los seres. Es lo infinito frente a lo finito.
Así se separan Dios y el mundo cognoscible, experimentable. Ya no existe la unidad del sentimiento medieval del mundo que había logrado relacionarlos entre sí de un modo directo. Dios ha perdido su nombre. Dios ha pasado a ser anónimo. De este Dios, ya no cabe  seguir diciendo y refiriendo: Separat enim murus omnia quae dici aut cogitari possunt a te (De visione Dei. Op., 1565. Cap. 13, pág. 193). Dios ha pasado a ser ininteligible. Intelligere enim infinitatem, est compraehendre incomprahensible (ibid.). Entre este Dios y el Dios de la  historia de la redención, que interviene  en el acaecer del mundo, determinando el destino de la humanidad y preocupándose del hombre, de tal o cual hombre en particular, no parece que haya ya relación alguna. El hombre ya no puede tener relaciones personales con este Dios. Ya no conoce a Dios, ni Dios le conoce a él.  Este Dios ya no es el Tú personal  para el yo amante del hombre. Bien, es verdad que no hay en este caso seres superiores que separen al hombre de Dios, pues todo se halla a una distancia infinita con respecto a la divinidad; pero él mismo, el hombre, solo puede sentir a Dios en un afán infinito, como lo desconocido que rebasa todo lo cognoscible, experimentable. ¿Cómo puede seguir dirigiéndose a este Dios, cómo puede Dios existir para él? ¿Qué es, pues, el hombre en este mundo infinito para que Dios haya de ocuparse de él? ¿Qué derecho habría de tener a que este  Dios inconcebible se apiadara de él? Es más, ¿ qué cosa especial es propiamente el hombre en este mundo para que se obstine en permanecer en sí mismo?
Así se contraponen en este autor el hombre y Dios, lo humano-finito y lo divino infinito. Entonces el hombre busca en el Dios infinito a “su” Dios, al Dios que vuelve a conducirle a sí mismo, al Dios ante cuya presencia pueda él seguir siendo hombre, detenerse en sí mismo.  Sabe que no puede captar al Dios infinito, que en la contemplación del Dios inconcebible había de perderse  a sí mismo. Y quiere seguir siendo el que es: un hombre. De ahí que busque al Dios del hombre, al Dios que él puede entender. Es Dios del hombre es para él una imagen del Dios infinito, el Dios infinito visto en perspectivas humanas, finitas. De esta suerte vuelve a encontrar a Dios como “su” Dios, como el Dios del hombre, como el Dios del género de la humanidad.

¿Cómo debe el hombre rezar al Dios infinito, inaccesible? ¿Cómo puede esperar de este Dios, que es todo en todo, que se le dé a él, el hombre?  Cum sic in  silentio contemplationis quiesco, tu Domine, intra praecordia mea respondes, dicens: sis tu tuus, et ergo ero tuus. (De visione Deis, Cap. VII. Op. Pág. 187). Dios habla humanamente al hombre; tiene relaciones directas  con el hombre. Precisamente porque Dios se halla a igual distancia de todos los seres, no necesita el hombre, para llegar a Dios, recorrer una serie de seres  superiores. Dios pertenece a otro plan de conocimiento distinto de  todo cuanto es accesible al pensamiento. Entre Dios y la criatura no hay comparación posible. (Cfs. Apología de docta ignorantia. Op., pág. 69). Por lo tanto, el problema de Dios puede plantearse desde un principio partiendo del hombre.
Esto es esencial porque con ello se plantea el problema en términos religiosos y no cósmico-míticos. El hombre teme no volver a encontrar a “su” Dios en el Dios inefable, infinito. Pero Dios le habla: Yo no soy para ti el Dios infinito, yo soy para ti el Dios del hombre, tu Dios. Es el hombre tal como existe para sí mismo, tal como siente su humanidad, el que se dirige a Dios y el que recibe de éste contestación a su angustiosa pregunta..
Dios se presenta al hombreen una forma que sea comprensible para él. Tu autem omnipotens Deus, potes te qui omni menti invisibilis es, modo quo capi quaes, cuivi visibilem ostendere (De pace fidei. Op., pág. 863).  Por lo tanto, los distintos grupos humanos pueden tener su Dios. Dios puede recibir nombres distintos (cfs. Ibid., pág. 62). Todos aluden al Dios infinito. Y lo esencial es la unidad de este intención de significado que apunta al Dios de la ignorancia.

viernes, 2 de marzo de 2012

El espíritu perfecto de la caridad cristiana


Eum nec iuxta intuitum hominis iudico homo enim videt ea quae parent Dominus autem intuetur cor:  “No ve Dios como el hombre, el hombre ve la figura, pero Dios mira el corazón” (1 Sam 16, 7). La limosna, la oración, el ayuno, que son las formas prácticas de la vida religiosa más  ordinariamente en uso, expresan la voluntad de alcanzar a Dios y parecérsele, para colaborar en su obra. Son actos que tienen un valor objetivo, a condición, sin embargo, que no se hayan corrompido por una intención viciosa, el egoísmo o la vanidad. Si el ayuno, la oración y la limosna se practican ante los hombres para que se vea y provoque alabanzas, ya no son signos de religión. Por esto dijo Jesús:
Attendite, ne iustitiam vestram faciatis coram hominibus, ut vi deamini ab eis; alioquin mercedem non habetis apud Patrem vestrum, qui in caelis est: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para que os vean; de otro modo, no tendréis mérito delante de vuestro Padre Celestial”.
El discípulo de Cristo busca la gloria de Dios y no la suya propia. “Cómo podéis hacer creer vosotros, que os glorificáis unos a otros, y no  buscáis la gloria que viene del dios único?” (Jn V, 44). Si alguno busca su propia gloria, la estima de los hombres es su recompensa. Recompensa mediocre, situada al mismo nivel de la intención mediocre que inspira su gesto. Aquel que actúa para alcanzar a Dios tiene la recompensa  de estar unido con Él. Recompensa inmanente al acto, flor que se abre en la rama de su misma acción. Pero no se puede reducir a esta inmanencia la recompensa de que habla el Sermón de la Montaña, desde las Bienaventuranzas hasta el “verdadero tesoro” (Mt VI, 19-21). La perspectiva es escatológica.
Cum ergo facies eleemosynam, noli tuba canere ante te, sicut hypocritae faciunt in synagogis et in vicis, ut honorificentur ab hominibus. Amen dico vobis: Receperunt mercedem suam.  Te autem faciente eleemosynam, nesciat sinistra tua quid faciat dextera tua,  ut sit eleemosyna tua in abscondito, et Pater tuus, qui videt in abscondito, reddet tibi : “ Por tanto, cuando des limosna, no toques  la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los hombres los alaben. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda  lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre que ve lo secreto, te recompensará”.
Para ser perfecto como el Padre celestial es perfecto, el cristiano no espera nada a cambio de lo que da, ni estima ni gratitud. Su mano izquierda no pide nada mientras la derecha se despoja. La caridad, si bien es intercambio, no es trueque. El intercambio es reciprocidad de recepción y de don. Sin embargo, la caridad no es un trueque. El trueque es un comercio. No hay que ofuscarse se chocamos contra la ingratitud, sino por el contrario alegrarse, puesto que estamos entonces más seguros de nuestro desinterés. Qui se invitaverat cum facis prandium aut cenam noli vocare amicos tuos neque fratres tuos neque cognatos neque vicinos divites ne forte et ipsi te reinvitent et fiat tibi retributio, cum facis convivium voca pauperes debiles claudos caecos, et beatus eris quia non habent retribuere tibi retribuetur enim tibi in resurrectione iustorum:  Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez y ya quedes pagado. Cuando des un banquete invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; entonces serás dichoso porque ellos no pueden pagarte, y recibirás tu recompensa en la resurrección de los justos (Lc XIV, 12-14).
Quid autem habes quod non accepisti? “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Cor  IV, 7). Non potest homo accipere quicquam nisi fuerit ei datum de caelo : “Un  hombre no puede apropiarse de nada sino le es dado del cielo” (Jn III, 27). Gratis accepistis, gratis date: “Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis” (Mt X, 8).
Limosna y caridad no deben confundirse. Determinada manera de dar limosna testifica una falta de caridad,  o una caridad sin delicadeza. Si la limosna se hace según el espíritu de Cristo, es una forma de caridad (indudablemente él mismo la practicó, cfr. Jn XIII, 29), pero no es la única ni la más elevada.