Desde el punto de vista del cristianismo esotérico uno de los momentos mas relevantes es la resurección de Lázaro relatada por el evangelista Juan , en ella vemos simbólicamente la acción liberadora de la Luz Crística sobre la muerte que supone el ego, pero tambien, la resurección iniciática (el camino de la santidad, de la maestría) como accesible a todo ser humano por una gracia y una misericordia del mismo Cristo, quien por el supremo acto de la compasión, ordena al cuerpo muerto de Lázaro -que en alguna medida somos todos nosotros- que se levante. El iniciado Rudolf Steiner nos expone así este tema tan importante en la cristología esotérica:
Entre los milagros atribuídos á Jesús, hay que conceder una importancia particular, al de la resurrección de Lázaro. Todo concurre á dar en el hecho referido aquí por el evangelista un lugar preeminente en el Nuevo Testamento. Recordemos que este relato no se encuentra nada más que en el Evangelio de Juan, es decir, del evangelista que, por sus palabras de introducción, exige una interpretación precisa de todas sus confidencias.
Juan comienza por estas frases: « En el principio era el Verbo, y el Verbo está en Dios, y el Verbo era Dios... Por Él fueron hechas todas las cosas. y el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros, lleno de gracia y verdad; y nosotros hemos visto su gloria, una gloria tal como la del Hijo único enviado por el Padre.»
El que pone semejantes palabras al comienzo de su relato indica, por decirlo así, que todo el relato debe interpretarse en un sentido particularmente profundo. No puede atenerse uno aquí á los razonamientos que no pasan de la superficie de las cosas. ¿Qué es, pues, lo que el Apóstol Juan ha querido decir con sus palabras de introducción? Dice, claramente, que habla de algo eterno, de algo que era desde el comienzo. Cuenta los hechos, pero no debe tomarse por hechos que se dirige á la vista y al oído, y sobre los que trabaja el espíritu lógico. El Verbo que obra en el Espíritu de los mundos, se oculta bajo los hechos. Esos hechos s0n para él los vehículos donde expresa un sentido superior. Puede, pues, suponerse que bajo el hecho de un hombre resucitado entre los muertos, hecho que propone á los ojos, á los oídos de la inteligencia lógica las más grandes dificultades, ocúltase un sentido más profundo.
Ha de añadirse otra cosa á eso. Renán ha observado en su Vida de Jesús, que, sin duda alguna, la resurrección de Lázaro debió ejercer una influencia decisiva sobre el fin de la vida de Jesús. Tal pensamiento es completamente inadmisible desde el punto de vista en que se coloca Renán. ¿Es que por el hecho de que Jesús resucitara á un muerto debía aparecer tan peligroso á sus adversarios que llegaran á pensar: Jesús y el Judaísmo son incompatibles? No es lógico, pues, decir con Renán: “Quizás Lázaro, pálido aún á causa de su enfermedad, se hizo cubrir de vendas como un muerto y encerrar en su sepulcro de familia”.
Aquellos sepulcros eran espaciosas habitaciones talladas en la roca, en las que se entraba por una abertura cuadrada que cerraba una enorme baldosa. Marta y María acudieron delante de Jesús, y sin dejarle entrar en Betania, le condujeron á la gruta. La emoción que Jesús sintió al lado del sepulcro de su amigo que creía muerto (Juan, XI-35) pudo ser considerada por los concurrentes, como esa turbación, ese estremecimiento (Juan, XI-33-38) que acompañaba á los milagros; la opinión popular se empeñaba en que la virtud divina fuese en el hombre como un principio epiléptico y convulsivo. Jesús, siempre en la hipótesis anunciada más arriba, deseó ver aún una vez al que había amado, y habiendo sido separada la piedra, Lázaro salió envuelto en sus vendas y cubierta la cabeza en un sudario. Esa aparición debió mirarse, naturalmente, por todos como una resurrección. “La fe no conoce otra ley que el interés de aquello que cree positivo” (1).
Esta interpretación del milagro de Lázaro muéstrase sencillamente cándida, sobre todo, cuando le sigue la opinión siguiente: «Todo hace creer, en efecto, que el milagro de Betania contribuyó sensiblemente á acelerar el fin de Jesús.» y, sin embargo, hay en el fondo de esta última afirmación de Renán un sentimiento justo. Unicamente que Renán no puede interpretar ni justificar ese sentimiento con sus medios.
Es menester admitir, en efecto, que Jesús hizo en Betania algo de excepcional importancia para justificar palabras como éstas: «Entonces los pontífices y fariseos juntaron consejo, y dijeron, ¿qué hacemos? este hombre hace muchos milagros.» (Juan, XI-47.). Renán supone así algo particular. «Es necesario reconocer, sin embargo, que el giro de la narración de Juan tiene algo enteramente diverso de los relatos de los milagros, nacidos de la imaginación popular, de que están llenos los sinópticos. Añadamos que Juan es el solo evangelista que tiene un conocimiento exacto de las relaciones de Jesús con la familia de Betania, y que no se comprende que una creación popular viniese á tomar puesto en un círculo de recuerdos tan personales. Lo que parece probable es que el prodigio de que se trata no fue uno de esos milagros completamente legendarios, y de los que nadie es responsable. En otros términos, nosotros creemos que sucedió en Betania alguna cosa que fué considerada como una resurrección.» ¿Eso, no quiere decir que Renán sospecha que lo que pasó en Betania fué una cosa para la cual no hay explicación? Se pone á cubierto tras estas palabras: “A la distancia en que nos encontramos de aquella época, y en presencia de un solo texto, que ofrece señales evidentes de artificios de composición, es imposible decidir si, en el caso presente es todo ficción, ó si un hecho real, sucedido en Betania, sirvió de base á los rumores extendidos”. ¿Pero qué quiere decir esto? ¿No podríamos encontrarnos en presencia de un texto que bastaría leer bien para comprenderlo bien? Entonces quizás dejaría de hablarse de «ficción».
Hay que reconocer que todo este relato del evangelio de Juan está envuelto en un velo de misterio. Un solo detalle lo probará. Si el relato ha de tomarse á la letra, ¿qué sentido habrá de darse á estas palabras: «su enfermedad no es mortal, sino una enfermedad para la gloria de Dios, á fin de que su hijo sea honrado?» y qué de estas otras: «Jesús dijo: Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí vivirá hasta que deba morir» (Juan, XI-4 á 25). Sería trivial creer que Jesús quiso decir: Lázaro no cayó enfermo sino para dar á Jesús ocasión de mostrar su arte.
Otra trivialidad sería atribuir á Jesús la idea de que la fe en él hacía literalmente resucitar á los muertos. ¿Qué habría de extraordinario en un hombre resucitado entre los muertos, y qué después de la resurrección y lo mismo que antes? ¿Qué sentido habría de darse á la vida de un hombre tal por estas palabras: «Yo soy la resurrección y la vida?» La vida y el sentido entran en las palabras de Jesús, si las tomamos desde luego simbólicamente, y luego de una cierta manera literal, como están escritas en el texto. ¿Jesús no dice que personifica la resurrección ocurrida á Lázaro, y que es la vida misma que vive Lázaro? Tómese á la letra lo que es Jesús en el evangelio de Juan. Es el Verbo hecho carne. Es el Eterno que ha existido desde el comienzo. Si es verdaderamente la resurrección, entonces es la vida eterna primordial que ha sido despertada en Lázaro. Se trata aquí, pues, de una evocación del Verbo eterno, y ese Verbo es la Vida a la que Lázaro ha sido despertado. Trátase aquí de una enfermedad que no lleva á la muerte sino «á la gloria de Dios». Si el Verbo eterno ha resucitado en Lázaro, entonces todo ese acontecimiento manifiesta la gloria de Dios.
Pues por todo ese proceso, Lázaro ha venido á ser otro. Antes de eso, el Verbo, el Espíritu, no vivía en él; ahora ese Espíritu vive en él. Este espíritu ha sido engendrado en su alma. Seguramente todo nacimiento va acompañado de una enfermedad; pero esa enfermedad no lleva á la muerte, sino á una vida nueva. ¿Dónde se encuentra la tumba de donde ha nacido el Verbo? Para contestar á esta pregunta basta con pensar que Platón llama al cuerpo del hombre «una tumba del alma). y basta con recordar que Platón habla también de una especie de resurrección cuando alude al despertar de la vida espiritual en el cuerpo. Lo que Platón llama el alma espiritual, Juan lo designa por el Logos, el Verbo ó la Palabra. Platón hubiera podido decir: El que se espiritualiza, ha resucitado algo divino en la tumba de su cuerpo. Y para Juan la vida de Jesús es esa resurrección. Nada de sorprendente tiene, pues, que haga decir á Jesús: “Yo soy la resurrección”.
No puede dudarse que el episodio de Betania es una resurrección en el sentido espiritual. Basta para caracterizar su aventura con las palabras de los que fueron iniciados en los misterios, y el sentido descúbrese inmediatamente.
¿Qué dice Plutarco del fin de los misterios? Que debían servir para separar el alma de la vida corporal y unirse á los Dioses. He aquí cómo Schelling escribe las sensaciones de un iniciado: «El iniciado debía convertirse por iniciación en un miembro de la cadena mágica, en un kabiro (2), siendo recibido en un organismo indestructible, y como dicen las antiguas inscripciones, siendo un asociado del ejército de los Dioses superiores.» (Schelling, Filosofía de la Revelación). No se puede designar de una manera más significativa el entusiasmo que se producía en la vida de un hombre que había recibido la iniciación, que por estas palabras de Adesio á su discípulo el Emperador Constantino: «Cuando tomes parte en los misterios, te avergonzarás de haber nacido como un hombre.»
Cuando el alma se penetre de tales sentimientos, el suceso de Betania aparece bajo su verdadera luz. Entonces el relato de Juan hácenos vivir algo de particular. Entrevé el alma una certidumbre que ninguna interpretación lógica ni ninguna explicación racional pueden dar. Un misterio en el verdadero sentido de la palabra está ante nuestros ojos. El Verbo eterno ha entrado en Lázaro. Ha venido á ser, para hablar el lenguaje de los misterios, un verdadero iniciado; y el suceso que se nos ha referido es un fenómeno de iniciación. Representémonos toda la escena como una iniciación: Jesús ama á Lázaro. Pero no es una amistad en el sentido ordinario de la palabra; eso sería contrario al sentido del Evangelio de Juan, donde Jesús es el Verbo. Jesús ha amado á Lázaro porque le ha juzgado dispuesto ya para revelar el Verbo en él.
Había relaciones entre Jesús y la familia de Betania. Eso quiere decir que Jesús había preparado todo en esa familia para el acto final del drama: la resurrección de Lázaro. Este es el discípulo de Jesús. Es un discípulo tal, que Jesús puede tener la certeza de que la resurrección se cumplirá en él. El último acto de la resurrección consistía en una acción simbólica. El hombre no debía de comprender la frase: «¡levántate y anda!»; debía cumplirla por un acto. Debía dejar su parte terrestre, aquélla de la que el hombre superior en el sentido de los misterios debía avergonzarse. El hombre terrestre debía morir. Su cuerpo estaba sumergido durante tres días en un sueño letárgico. Atendiendo á la prodigiosa transformación vital que se efectuaba en él, ese acto no puede designarse de otro m0do que como simbólico-real. Pero ese proceso era un acontecimiento que partía la vida del consagrado á los misterios en dos partes. El que no conoce por experiencia personal el contenido superior de semejantes actos, no puede comprenderlos. No se le puede dar sino una idea aproximada por comparaciones.
Resumamos, por ejemplo, en algunas palabras la substancia de la tragedia de Shakespeare, Hamlet. El que comprende ese resumen puede decir, en cierto modo, que conoce a Hamlet, según la lógica lo conoce en efecto; ¿pero cuán otro conocimiento no poseerá el que ha visto la tragedia shakespeariana desarrollándose ante sus ojos con toda su riqueza? Ese habrá vivido la esencia de ella, que habrá pasado por su corazón, y ninguna descripción sería bastante para reemplazar en él la sensación vivísima que contiene un infinito. Para él la idea ha venido á ser un suceso artístico, una experiencia del alma. Lo que en el caso de una representación dramática, se efectúa en la imaginación del espectador, efectúase en el hombre, en un plano superior de la conciencia, por el hecho mágico y significativo de la resurrección, es el coronamiento de la iniciación. En él, el hombre ve simbólicamente lo que adquiere espiritualmente. El cuerpo terrestre ha sido verdaderamente el de un muerto durante tres días. Del seno de la muerte surgirá la vida nueva. El alma inmortal ha sobrepujado á la muerte. Sale de ella con la conciencia de su inmortalidad, porque la ha vencido.
Eso es lo que ocurre á Lázaro. Jesús le había preparado para la resurrección. La enfermedad de que se trata en el Evangelio de Juan es, á la vez, simbólica y real. Es una prueba de la iniciación que debe conducir al iniciado, tras un sueño de tres días, a una vida verdaderamente nueva.
Lázaro estaba preparado para cumplir esa metamorfosis en él. Llevaba la túnica de lino de los consagrados á los misterios. Cae también en una letargia que es un símbolo de la muerte; y se le cierra también en una cripta. Cuando Jesús llegó no habían transcurrido los tres días. «Quitaron, pues, la piedra del lugar donde estaba echado el muerto. Y, Jesús, levantando los ojos al cielo dijo: “Padre mío, te doy las gracias por lo que me has ayudado”. (Juan, XI-41.) El Padre escuchó á Jesús, porque Lázaro llegó al acto final del gran drama del conocimiento. Reconoció cómo se llega á la resurrección. Acababa de efectuarse una iniciación en los misterios. La iniciación, tal como se había concebido en la antigüedad, acababa de efectuarse á la luz del día. Jesús había sido el iniciador de ella. Y así es como siempre se representaba la unión con lo Divino.
Las palabras de Jesús que siguen á ese acto son significativas: “Sabía bien que me oirías siempre: pero digo esto á causa de este pueblo que me rodea, á fin de que crea que me has enviado”. En el fondo, este suceso no era para Jesús un fin, sino el medio. Le provocó á fin de que los que no creían en la resurrección sino bajo una forma exterior, creyesen bajo su palabra. Para él lo principal es la resurrección del alma, de la que es un símbolo la del cuerpo. Puede concluirse que creía en otro género de resurrección, y que esa resurrección era precisamente la suya. Ahora bien, la resurrección del Cristo debía producir un efecto sobre toda la humanidad. Debía ser, en cierto modo para todos los hombres, lo que la resurrección de los misterios era para los iniciados. Lázaro, el resucitado, debía ser el testimonio consciente del gran suceso histórico de la resurrección del Cristo. En Jesucristo la tradición inmemorial ha venido á ser una persona. Y el evangelista del espíritu ha dicho así muy bien: «En él el Verbo se hizo carne.» Tiene el derecho de ver en Jesús un misterio corporizado. Es menester leer con esta idea los hechos, que son aquí espirituales. Si un sacerdote del antiguo cielo hubiera escrito este evangelio, su relato hubiera tomado la forma de un rito tradicional. Para Juan ese rito vino á ser una persona. Se convirtió en «la Vida de Jesús».
Un gran sabio moderno, Burkhardt, ha dicho en su libro sobre la época de Constantino: «Jamás se hará luz sobre los misterios antiguos». Y es que Burkhardt no ha podido encontrar el camino que lleva á esa luz. Léase el evangelio de Juan como el cumplimiento á la vez simbólico y personal en la vida de un hombre, y en un momento capital de la historia del gran drama del conocimiento que los antiguos representaban en sus templos, y la mirada se hundía en el curso del misterio universal á través del misterio cristiano.
En el grito de Jesús: «¡Lázaro, sal!» puede reconocerse la voz de los sacerdotes iniciadores del Egipto, llamando á la vida todos los días á sus discípulos, acostados en la tumba y sumidos en el sueño letárgico donde estaban sumidos para morir para las cosas terrestres, y percibir el mundo divino en el transporte del éxtasis. Jesús había divulgado así el secreto de los misterios. Compréndese, pues, que los judíos pudieran dejar impune un acto semejante, que los griegos hubieran podido no castigar á Esquilo si realmente había traicionado los secretos de Eleusis. Pero Jesús no concedía ninguna importancia á los procedimientos exteriores de la iniciación. «Sabía bien que me oirías siempre; pero digo esto a causa de este pueblo que me rodea, á fin de que crea que me has enviado.» En los misterios provocábase la convicción de la inmortalidad del alma por sabios y secretos procedimientos. La antigüedad ha dicho así por boca de sus poetas: «Dichosos los iniciados porque han visto.» Jesús quiso dar la felicidad á todos; por eso hubo de decir: «Dichosos los que no han visto y han creído sin embargo.»
Juan comienza por estas frases: « En el principio era el Verbo, y el Verbo está en Dios, y el Verbo era Dios... Por Él fueron hechas todas las cosas. y el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros, lleno de gracia y verdad; y nosotros hemos visto su gloria, una gloria tal como la del Hijo único enviado por el Padre.»
El que pone semejantes palabras al comienzo de su relato indica, por decirlo así, que todo el relato debe interpretarse en un sentido particularmente profundo. No puede atenerse uno aquí á los razonamientos que no pasan de la superficie de las cosas. ¿Qué es, pues, lo que el Apóstol Juan ha querido decir con sus palabras de introducción? Dice, claramente, que habla de algo eterno, de algo que era desde el comienzo. Cuenta los hechos, pero no debe tomarse por hechos que se dirige á la vista y al oído, y sobre los que trabaja el espíritu lógico. El Verbo que obra en el Espíritu de los mundos, se oculta bajo los hechos. Esos hechos s0n para él los vehículos donde expresa un sentido superior. Puede, pues, suponerse que bajo el hecho de un hombre resucitado entre los muertos, hecho que propone á los ojos, á los oídos de la inteligencia lógica las más grandes dificultades, ocúltase un sentido más profundo.
Ha de añadirse otra cosa á eso. Renán ha observado en su Vida de Jesús, que, sin duda alguna, la resurrección de Lázaro debió ejercer una influencia decisiva sobre el fin de la vida de Jesús. Tal pensamiento es completamente inadmisible desde el punto de vista en que se coloca Renán. ¿Es que por el hecho de que Jesús resucitara á un muerto debía aparecer tan peligroso á sus adversarios que llegaran á pensar: Jesús y el Judaísmo son incompatibles? No es lógico, pues, decir con Renán: “Quizás Lázaro, pálido aún á causa de su enfermedad, se hizo cubrir de vendas como un muerto y encerrar en su sepulcro de familia”.
Aquellos sepulcros eran espaciosas habitaciones talladas en la roca, en las que se entraba por una abertura cuadrada que cerraba una enorme baldosa. Marta y María acudieron delante de Jesús, y sin dejarle entrar en Betania, le condujeron á la gruta. La emoción que Jesús sintió al lado del sepulcro de su amigo que creía muerto (Juan, XI-35) pudo ser considerada por los concurrentes, como esa turbación, ese estremecimiento (Juan, XI-33-38) que acompañaba á los milagros; la opinión popular se empeñaba en que la virtud divina fuese en el hombre como un principio epiléptico y convulsivo. Jesús, siempre en la hipótesis anunciada más arriba, deseó ver aún una vez al que había amado, y habiendo sido separada la piedra, Lázaro salió envuelto en sus vendas y cubierta la cabeza en un sudario. Esa aparición debió mirarse, naturalmente, por todos como una resurrección. “La fe no conoce otra ley que el interés de aquello que cree positivo” (1).
Esta interpretación del milagro de Lázaro muéstrase sencillamente cándida, sobre todo, cuando le sigue la opinión siguiente: «Todo hace creer, en efecto, que el milagro de Betania contribuyó sensiblemente á acelerar el fin de Jesús.» y, sin embargo, hay en el fondo de esta última afirmación de Renán un sentimiento justo. Unicamente que Renán no puede interpretar ni justificar ese sentimiento con sus medios.
Es menester admitir, en efecto, que Jesús hizo en Betania algo de excepcional importancia para justificar palabras como éstas: «Entonces los pontífices y fariseos juntaron consejo, y dijeron, ¿qué hacemos? este hombre hace muchos milagros.» (Juan, XI-47.). Renán supone así algo particular. «Es necesario reconocer, sin embargo, que el giro de la narración de Juan tiene algo enteramente diverso de los relatos de los milagros, nacidos de la imaginación popular, de que están llenos los sinópticos. Añadamos que Juan es el solo evangelista que tiene un conocimiento exacto de las relaciones de Jesús con la familia de Betania, y que no se comprende que una creación popular viniese á tomar puesto en un círculo de recuerdos tan personales. Lo que parece probable es que el prodigio de que se trata no fue uno de esos milagros completamente legendarios, y de los que nadie es responsable. En otros términos, nosotros creemos que sucedió en Betania alguna cosa que fué considerada como una resurrección.» ¿Eso, no quiere decir que Renán sospecha que lo que pasó en Betania fué una cosa para la cual no hay explicación? Se pone á cubierto tras estas palabras: “A la distancia en que nos encontramos de aquella época, y en presencia de un solo texto, que ofrece señales evidentes de artificios de composición, es imposible decidir si, en el caso presente es todo ficción, ó si un hecho real, sucedido en Betania, sirvió de base á los rumores extendidos”. ¿Pero qué quiere decir esto? ¿No podríamos encontrarnos en presencia de un texto que bastaría leer bien para comprenderlo bien? Entonces quizás dejaría de hablarse de «ficción».
Hay que reconocer que todo este relato del evangelio de Juan está envuelto en un velo de misterio. Un solo detalle lo probará. Si el relato ha de tomarse á la letra, ¿qué sentido habrá de darse á estas palabras: «su enfermedad no es mortal, sino una enfermedad para la gloria de Dios, á fin de que su hijo sea honrado?» y qué de estas otras: «Jesús dijo: Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí vivirá hasta que deba morir» (Juan, XI-4 á 25). Sería trivial creer que Jesús quiso decir: Lázaro no cayó enfermo sino para dar á Jesús ocasión de mostrar su arte.
Otra trivialidad sería atribuir á Jesús la idea de que la fe en él hacía literalmente resucitar á los muertos. ¿Qué habría de extraordinario en un hombre resucitado entre los muertos, y qué después de la resurrección y lo mismo que antes? ¿Qué sentido habría de darse á la vida de un hombre tal por estas palabras: «Yo soy la resurrección y la vida?» La vida y el sentido entran en las palabras de Jesús, si las tomamos desde luego simbólicamente, y luego de una cierta manera literal, como están escritas en el texto. ¿Jesús no dice que personifica la resurrección ocurrida á Lázaro, y que es la vida misma que vive Lázaro? Tómese á la letra lo que es Jesús en el evangelio de Juan. Es el Verbo hecho carne. Es el Eterno que ha existido desde el comienzo. Si es verdaderamente la resurrección, entonces es la vida eterna primordial que ha sido despertada en Lázaro. Se trata aquí, pues, de una evocación del Verbo eterno, y ese Verbo es la Vida a la que Lázaro ha sido despertado. Trátase aquí de una enfermedad que no lleva á la muerte sino «á la gloria de Dios». Si el Verbo eterno ha resucitado en Lázaro, entonces todo ese acontecimiento manifiesta la gloria de Dios.
Pues por todo ese proceso, Lázaro ha venido á ser otro. Antes de eso, el Verbo, el Espíritu, no vivía en él; ahora ese Espíritu vive en él. Este espíritu ha sido engendrado en su alma. Seguramente todo nacimiento va acompañado de una enfermedad; pero esa enfermedad no lleva á la muerte, sino á una vida nueva. ¿Dónde se encuentra la tumba de donde ha nacido el Verbo? Para contestar á esta pregunta basta con pensar que Platón llama al cuerpo del hombre «una tumba del alma). y basta con recordar que Platón habla también de una especie de resurrección cuando alude al despertar de la vida espiritual en el cuerpo. Lo que Platón llama el alma espiritual, Juan lo designa por el Logos, el Verbo ó la Palabra. Platón hubiera podido decir: El que se espiritualiza, ha resucitado algo divino en la tumba de su cuerpo. Y para Juan la vida de Jesús es esa resurrección. Nada de sorprendente tiene, pues, que haga decir á Jesús: “Yo soy la resurrección”.
No puede dudarse que el episodio de Betania es una resurrección en el sentido espiritual. Basta para caracterizar su aventura con las palabras de los que fueron iniciados en los misterios, y el sentido descúbrese inmediatamente.
¿Qué dice Plutarco del fin de los misterios? Que debían servir para separar el alma de la vida corporal y unirse á los Dioses. He aquí cómo Schelling escribe las sensaciones de un iniciado: «El iniciado debía convertirse por iniciación en un miembro de la cadena mágica, en un kabiro (2), siendo recibido en un organismo indestructible, y como dicen las antiguas inscripciones, siendo un asociado del ejército de los Dioses superiores.» (Schelling, Filosofía de la Revelación). No se puede designar de una manera más significativa el entusiasmo que se producía en la vida de un hombre que había recibido la iniciación, que por estas palabras de Adesio á su discípulo el Emperador Constantino: «Cuando tomes parte en los misterios, te avergonzarás de haber nacido como un hombre.»
Cuando el alma se penetre de tales sentimientos, el suceso de Betania aparece bajo su verdadera luz. Entonces el relato de Juan hácenos vivir algo de particular. Entrevé el alma una certidumbre que ninguna interpretación lógica ni ninguna explicación racional pueden dar. Un misterio en el verdadero sentido de la palabra está ante nuestros ojos. El Verbo eterno ha entrado en Lázaro. Ha venido á ser, para hablar el lenguaje de los misterios, un verdadero iniciado; y el suceso que se nos ha referido es un fenómeno de iniciación. Representémonos toda la escena como una iniciación: Jesús ama á Lázaro. Pero no es una amistad en el sentido ordinario de la palabra; eso sería contrario al sentido del Evangelio de Juan, donde Jesús es el Verbo. Jesús ha amado á Lázaro porque le ha juzgado dispuesto ya para revelar el Verbo en él.
Había relaciones entre Jesús y la familia de Betania. Eso quiere decir que Jesús había preparado todo en esa familia para el acto final del drama: la resurrección de Lázaro. Este es el discípulo de Jesús. Es un discípulo tal, que Jesús puede tener la certeza de que la resurrección se cumplirá en él. El último acto de la resurrección consistía en una acción simbólica. El hombre no debía de comprender la frase: «¡levántate y anda!»; debía cumplirla por un acto. Debía dejar su parte terrestre, aquélla de la que el hombre superior en el sentido de los misterios debía avergonzarse. El hombre terrestre debía morir. Su cuerpo estaba sumergido durante tres días en un sueño letárgico. Atendiendo á la prodigiosa transformación vital que se efectuaba en él, ese acto no puede designarse de otro m0do que como simbólico-real. Pero ese proceso era un acontecimiento que partía la vida del consagrado á los misterios en dos partes. El que no conoce por experiencia personal el contenido superior de semejantes actos, no puede comprenderlos. No se le puede dar sino una idea aproximada por comparaciones.
Resumamos, por ejemplo, en algunas palabras la substancia de la tragedia de Shakespeare, Hamlet. El que comprende ese resumen puede decir, en cierto modo, que conoce a Hamlet, según la lógica lo conoce en efecto; ¿pero cuán otro conocimiento no poseerá el que ha visto la tragedia shakespeariana desarrollándose ante sus ojos con toda su riqueza? Ese habrá vivido la esencia de ella, que habrá pasado por su corazón, y ninguna descripción sería bastante para reemplazar en él la sensación vivísima que contiene un infinito. Para él la idea ha venido á ser un suceso artístico, una experiencia del alma. Lo que en el caso de una representación dramática, se efectúa en la imaginación del espectador, efectúase en el hombre, en un plano superior de la conciencia, por el hecho mágico y significativo de la resurrección, es el coronamiento de la iniciación. En él, el hombre ve simbólicamente lo que adquiere espiritualmente. El cuerpo terrestre ha sido verdaderamente el de un muerto durante tres días. Del seno de la muerte surgirá la vida nueva. El alma inmortal ha sobrepujado á la muerte. Sale de ella con la conciencia de su inmortalidad, porque la ha vencido.
Eso es lo que ocurre á Lázaro. Jesús le había preparado para la resurrección. La enfermedad de que se trata en el Evangelio de Juan es, á la vez, simbólica y real. Es una prueba de la iniciación que debe conducir al iniciado, tras un sueño de tres días, a una vida verdaderamente nueva.
Lázaro estaba preparado para cumplir esa metamorfosis en él. Llevaba la túnica de lino de los consagrados á los misterios. Cae también en una letargia que es un símbolo de la muerte; y se le cierra también en una cripta. Cuando Jesús llegó no habían transcurrido los tres días. «Quitaron, pues, la piedra del lugar donde estaba echado el muerto. Y, Jesús, levantando los ojos al cielo dijo: “Padre mío, te doy las gracias por lo que me has ayudado”. (Juan, XI-41.) El Padre escuchó á Jesús, porque Lázaro llegó al acto final del gran drama del conocimiento. Reconoció cómo se llega á la resurrección. Acababa de efectuarse una iniciación en los misterios. La iniciación, tal como se había concebido en la antigüedad, acababa de efectuarse á la luz del día. Jesús había sido el iniciador de ella. Y así es como siempre se representaba la unión con lo Divino.
Las palabras de Jesús que siguen á ese acto son significativas: “Sabía bien que me oirías siempre: pero digo esto á causa de este pueblo que me rodea, á fin de que crea que me has enviado”. En el fondo, este suceso no era para Jesús un fin, sino el medio. Le provocó á fin de que los que no creían en la resurrección sino bajo una forma exterior, creyesen bajo su palabra. Para él lo principal es la resurrección del alma, de la que es un símbolo la del cuerpo. Puede concluirse que creía en otro género de resurrección, y que esa resurrección era precisamente la suya. Ahora bien, la resurrección del Cristo debía producir un efecto sobre toda la humanidad. Debía ser, en cierto modo para todos los hombres, lo que la resurrección de los misterios era para los iniciados. Lázaro, el resucitado, debía ser el testimonio consciente del gran suceso histórico de la resurrección del Cristo. En Jesucristo la tradición inmemorial ha venido á ser una persona. Y el evangelista del espíritu ha dicho así muy bien: «En él el Verbo se hizo carne.» Tiene el derecho de ver en Jesús un misterio corporizado. Es menester leer con esta idea los hechos, que son aquí espirituales. Si un sacerdote del antiguo cielo hubiera escrito este evangelio, su relato hubiera tomado la forma de un rito tradicional. Para Juan ese rito vino á ser una persona. Se convirtió en «la Vida de Jesús».
Un gran sabio moderno, Burkhardt, ha dicho en su libro sobre la época de Constantino: «Jamás se hará luz sobre los misterios antiguos». Y es que Burkhardt no ha podido encontrar el camino que lleva á esa luz. Léase el evangelio de Juan como el cumplimiento á la vez simbólico y personal en la vida de un hombre, y en un momento capital de la historia del gran drama del conocimiento que los antiguos representaban en sus templos, y la mirada se hundía en el curso del misterio universal á través del misterio cristiano.
En el grito de Jesús: «¡Lázaro, sal!» puede reconocerse la voz de los sacerdotes iniciadores del Egipto, llamando á la vida todos los días á sus discípulos, acostados en la tumba y sumidos en el sueño letárgico donde estaban sumidos para morir para las cosas terrestres, y percibir el mundo divino en el transporte del éxtasis. Jesús había divulgado así el secreto de los misterios. Compréndese, pues, que los judíos pudieran dejar impune un acto semejante, que los griegos hubieran podido no castigar á Esquilo si realmente había traicionado los secretos de Eleusis. Pero Jesús no concedía ninguna importancia á los procedimientos exteriores de la iniciación. «Sabía bien que me oirías siempre; pero digo esto a causa de este pueblo que me rodea, á fin de que crea que me has enviado.» En los misterios provocábase la convicción de la inmortalidad del alma por sabios y secretos procedimientos. La antigüedad ha dicho así por boca de sus poetas: «Dichosos los iniciados porque han visto.» Jesús quiso dar la felicidad á todos; por eso hubo de decir: «Dichosos los que no han visto y han creído sin embargo.»
(1) RENÁN, Vida de Jesús, XXII.
(2) Llamábanse kabiros o kabires á los iniciados de Samotracia.
Extraído de la revista “Sophia”, Noviembre 1908.
Vía : Revista Antroposofía
Extraído de la revista “Sophia”, Noviembre 1908.
Vía : Revista Antroposofía
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