viernes, 2 de abril de 2010

LA REDENCION CRÍSTICA

La enseñanza cristiana referida a la REDENCIÓN no sólo ha sido objeto de rudos ataques por parte de los que se hallan fuera de la comunión sino que, además, ha sido un tormento para muchas conciencias sensibles dentro de ella. Algunos de los más profundos pensadores cristianos de la última mitad del siglo diez y nueve han experimentado las angustias de la duda a propósito de la enseñanza de las iglesias sobre este punto, y han puesto todo su empeño en considerarlo y exponerlo de modo que suavice o explique las nociones más crudas, que se fundan en la lectura, no entendida, de algunos textos profundamente místicos.
En ninguna parte será quizá más oportuna que aquí la advertencia de San Pedro: "Nuestro amado hermano Pablo, según la -sabiduría que le ha sido dada, os ha escrito también casi en todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas, entre las que hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras escrituras, para perdición de sí mismos" (1). Pues los textos que hablan de la identidad del Cristo con Sus hermanos los hombres, han sido tergiversados, suponiendo una substitución legal suya por ellos, con lo que les han servido de escape a las resultas del pecado, en vez de inspiración para obrar rectamente.
Era la enseñanza general de la primitiva Iglesia sobre la doctrina de la Redención, que Cristo, como representante de la humanidad, hizo frente y venció a Satán, representante de los poderes tenebrosos, que tenía esclavizada a la especie humana, y arrancando de sus manos la cautiva, la puso en libertad. Mas andando el tiempo, conforme los instructores cristianos fueron perdiendo de vista las verdades espirituales, y reflejando su propia intolerancia y su dureza en el concepto del Padre amante y puro de las enseñanzas de Jesús, presentaron a Aquél encolerizado con los hombres, llegando así paulatinamente a imaginar a Cristo salvándolos de la ira de Dios, en vez de la esclavitud del mal. Introdujéronse entonces frases legales que materializaron más y más la idea espiritual de otros tiempos, y el "sistema de la redención" quedó bosquejado en términos forenses. "Anselmo le puso el sello en su grande obra. Cur Deus Homo, (¿Por qué Dios se hizo hombre?), y la doctrina que paso a paso fue tomando cuerpo dentro de la teología cristiana, llevó desde entonces la firma de la Iglesia. Al tiempo de la Reforma, protestantes y católicos romanos creían igualmente en el carácter de subrogación y de substitución de la obra redentora de Cristo.
Sobre este punto no hubo disputa entre ellos. Pero dejemos a los teólogos cristianos que expongan por sí mismo el carácter de la redención. . . Lutero enseña que "Cristo real y verdaderamente experimentó por toda la especie humana la cólera de Dios, la maldición y la muerte." Flavel dice que "Cristo fue entregado por la cólera de un Dios puro e infinito, a los tormentos mismos del infierno, y esto por mano de su propio padre." La homilía anglicana predica que "el pecado fue el que impelió del cielo a Dios, para hacerle sentir los horrores y tormentos de la muerte", y que el hombre, tizón del infierno, y esclavo del diablo, "fue rescatado por la muerte de su muy amado y único hijo" ; el "fuego de su ira", "su ardiente cólera" solamente pudo ser "aplacada" por Jesús: "tan grato le fue el sacrificio y oblación de la muerte de su hijo." Más lógico, Edwards juzgó por gran injusticia que el pecado fuese castigado dos veces, y que se impusiese la pena del infierno: castigo del pecado infligido así dos veces; primeramente a Jesús; substituto de la humanidad, y luego a los condenados, parte de esa humanidad.
Por esto se sintió impulsado, en unión de la mayor parte de los calvinistas, a limitar la redención a los elegidos, declarando que Cristo sobrellevó los pecados, no de todo el mundo, sino de los escogidos de entre el mundo; que sufrió, "no por el mundo, sino por aquéllos que tú has puesto en mis manos." Pero Edwards se adhiere firmemente a la creencia de la substitución, y repugna la redención universal, fundado en que "creer que Cristo murió por todos, es el modo más seguro de probar que no murió por nadie, en el sentido en que los cristianos lo han creído hasta hoy."
Declara que "Cristo fue víctima de la cólera divina por los pecados de los hombres"; que "Dios lanzó sobre el pecado su cólera merecida, y que Cristo por el pecado sufrió las penas del infierno." Owen considera las penalidades de Cristo como "una completa y valiosa compensación a la justicia divina por todos los pecados" de los elegidos, y" dice que sufrió el castigo que. . . ellos mismos estaban obligados a sufrir" (2).
En prueba de que estas opiniones fueron autorizadamente enseñadas en las iglesias, escribí más adelante: "Stroud presenta a Cristo apurando "la copa de la cólera divina." Jenkyn dice: "Sus sufrimientos fueron los de aquel a quien Dios despoja y reprueba y abandona." Dwight considera que sufrió "el odio y el desprecio" de Dios. El obispo Jeune nos dice que "después que el hombre hubo hecho todo el mal que pudo, quedóle a Cristo la carga de lo peor: caer en manos de su Padre." El arzobispo Thomson proclama que "las nubes de la cólera divina se condensaron sobre toda la especie humana, mas descargaron sobre Jesús sólo." El "viene a ser para nosotros una maldición y un vaso de ira." Liddon repite el propio concepto: "Los apóstoles enseñan que los hombres son esclavos, y que Cristo pagó en la cruz su rescate. Cristo crucificado fue voluntariamente condenado y maldecido" ; hasta llega a expresarse así: “el preciso cúmulo de ignominia y dolor que la redención requería; y dice que la "víctima divina" satisfizo más de lo que era absolutamente necesario” (3).
Tales son las opiniones contra las cuales el sabio y profundamente religioso Dr. Mc-Leod Cambell escribió su muy conocida obra, On the Atonement, libro que contiene muchos pensamientos verdaderos y hermosos; y F. D. Maurice y otros varios cristianos han tratado de librar al Cristianismo del peso de una doctrina tan destructora de las verdaderas ideas acerca de las relaciones entre Dios y el hombre.
A pesar de todo esto, al dirigir una mirada retrospectiva sobre los efectos producidos por esta doctrina, observamos que la creencia en ella, aun en su forma legal -para nosotros exotérica y cruda-, guarda íntima trabazón con algunos de los más elevados desarrollos de la conducta cristiana, y que muchos de los más nobles ejemplares de los creyentes en Cristo han sacado de ella su fortaleza, su inspiración y sus consuelos.
Sería injusto no reconocerlo así. Y, pues, tropezamos con un hecho que nos sorprende por su incongruencia, será bien que nos detengamos en él y tratemos de comprenderlo. Porque si esta doctrina no contuviese más de lo que sus impugnadores de dentro y fuera de las iglesias han visto en ella, si en su verdadero significado fuese tan repulsiva al entendimiento y a la conciencia, como muchos pensadores cristianos pretenden, no hubiese podido ejercer fascinación impulsiva sobre las mentes y los corazones humanos, no hubiese podido ser causa de heroicas abnegaciones, de sacrificios conmovedores y patéticos en pro de la humanidad. Algo más de lo que aparece en la superficie debe de haber en ella: algún núcleo oculto de vida, misteriosamente transfundida a las almas que de ella han sacado su inspiración. Y en efecto: al estudiarla como uno de los Misterios Menores, daremos con la vida oculta que han absorbido, sin saberlo, esas nobles almas; marchaban al unísono con esa vida que no por la forma en que estaba velada, podría serles repulsiva.
Cuando la estudiemos como uno de los Misterios Menores, nos daremos cuenta de que, para comprenderla, se requiere algún desarrollo espiritual; se necesita tener ya un tanto abiertos los ojos del alma. El asirla exige que su espíritu se haya desenvuelto, siquiera sea de un modo parcial, en nuestra vida.
Sólo aquellos que conocen prácticamente algo de lo que en la abnegación se encierra, son capaces de atisbar el vislumbre de lo que la enseñanza esotérica de esta doctrina expone como manifestación típica de la Ley de Sacrificio. Y aplicada a Cristo, sólo podremos entenderla cuando la veamos como una especial manifestación de la ley universal, como una reflexión aquí abajo del original de arriba, mostrándonos en una vida humana concreta lo que el sacrificio significa.
La Ley de Sacrificio es fundamental en nuestro sistema y en todos los sistemas, y los universos todos son construidos sobre ella. Se halla en la raíz misma de la evolución, que sólo por ella se hace inteligible. Y en la doctrina de la Redención asume una forma concreta, referente a los individuos que han llegado a cierto grado del desarrollo espiritual, por el que son capaces de aunarse con la especie humana, y convertirse, de hecho y en verdad, en Salvadores de los hombres.
Todas las grandes religiones del mundo han declarado que el universo comienza por un acto de sacrificio, y han introducido la idea .del sacrificio en sus ritos más solemnes. El Hinduismo enseña que el amanecer de la manifestación es obra del sacrificio (4) , que la humanidad es emanada con sacrificio (5) , y que la Divinidad es quien se sacrifica (6).
El objeto del sacrificio es la manifestación. La Divinidad no puede manifestarse, sino realizando un acto de sacrificio; y pues, nada puede manifestarse hasta que Ella se manifieste (7), el acto de sacrificio se llama "el amanecer" de la creación.
En la religión de Zoroastro se enseñaba que en la Existencia infinita, incognoscible e inefable se verificó un sacrificio, y apareció el Dios manifestado; Ahura Mazda nació de un acto de sacrificio (8).
En la religión cristiana está indicada la misma idea en la frase: "el Cordero fue muerto desde el principio del mundo" (9), muerto en el origen de las cosas. No cabe referir estas palabras sino a la importante verdad de que no puede formarse un mundo hasta tanto que la Divinidad haya llevado a cabo un acto de sacrificio. Este acto es la limitación de Sí Misma para hacerse manifiesta. "La Ley de Sacrificio pudiera quizá llamarse con más exactitud la Ley de Manifestación o la Ley de Amor y de Vida, pues en todo el universo, desde lo más alto a lo más bajo, es la causa de la manifestación y de la vida (10).
"Ahora bien; si observamos este mundo físico, como más a propósito para nuestro estudio, veremos que en él toda vida, todo crecimiento, todo progreso, así para las unidades como para las colectividades, dependen de un sacrificio continuo y del sufrimiento y del dolor. El mineral es sacrificado al vegetal, el vegetal al animal, y uno y otro al hombre, y los hombres a los hombres, y todas las formas superiores se quiebran de nuevo para reforzar una vez más con sus constituyentes esparcidos los reinos inferiores. Serie no interrumpida de sacrificios, desde lo más bajo a lo más alto, donde la muestra más señalada de progreso es la conversión del sacrificio involuntario y forzoso en sacrificio espontáneo y apetecido, donde los hombres más grandes y más amados son los sufridores supremos, los espíritus heroicos que trabajan, sufren y mueren para que la humanidad se aproveche de sus dolores. En consecuencia, si el mundo es obra del Logos, y el progreso del mundo, en conjunto y en detalle, es sacrificio, la Ley de Sacrificio debe responder a algo que radica en la naturaleza del Logos, debe tener su fundamento en la Naturaleza Divina.
Pero avancemos un poco más, y advertiremos que, si ha de existir un mundo, si ha de haber un universo, es preciso que la Existencia Única se condicione a Sí misma, porque sólo así es posible la manifestación; y veremos también que el Logos es el Dios que se limita a Sí mismo. Se limita, por tanto, para manifestarse, y se manifiesta para producir un universo. Mas limitación y manifestación tales no pueden menos de ser un acto de supremo sacrificio. ¿Qué maravilla, pues, que a cada paso muestre el mundo la señal de su origen, y que la Ley de Sacrificio sea la ley del ser, la ley de las vidas derivadas?"
"Además, puesto que se trata de un sacrificio que tiene por fin el que surjan existencias que participen de la felicidad divina, resulta en realidad un acto de verdadera subrogación, un acto ejecutado en substitución y para bien de otros; de aquí el hecho antes indicado de que el progreso es notorio cuando el sacrificio es voluntario y de propia elección; y así tenemos por cierto que la humanidad llega a la perfección en el hombre que se da del todo a sus semejantes, y a costa de sus sufrimientos adquiere para la especie humana excelsos bienes".
"Aquí, en las más altas regiones, está la íntima verdad del sacrificio subrogatorio; y por más desfigurado que se le presente, y por muy degenerado que se le haga aparecer, esta elevada verdad interna lo hace indestructible, eterno, fuente de donde mana la energía espiritual que, en múltiples formas y por innumerables vías, redime al mundo del mal y lo retrotrae a su morada divina" (11).
Cuando el Logos surgió "del seno del Padre" en aquel "Día" en que se dice que fue "engendrado" (12), al amanecer del Día de la Creación o de la Manifestación, en que Dios por Su medio "hizo el universo" (13), El, por Su propia voluntad, se limitó a Sí mismo, formando una esfera (por decirlo así) que contuviera la Vida Divina, y exhibiéndose como orbe radiante de la Divinidad: la Sustancia Divina –interiormente Espíritu, limitación o Materia por fuera. Este es el velo de materia que hace posible el nacimiento del Logos, es María, la Madre del Universo, mediadora indispensable para que lo Eterno se manifieste en el tiempo, para que la Divinidad se exteriorice y construya los mundos.
Esta circunscripción voluntaria, esta limitación de Sí mismo, es el acto de Sacrificio, acción espontánea, ejecutada por razón de amor, para que otras vidas pudiesen producirse en El.
Tal manifestación se ha reputado como una muerte; pues el confinamiento en la materia, comparado con la no imaginable vida de Dios en Sí Mismo, puede, en verdad, llamarse muerte.
Se ha considerado, según hemos visto, como una crucifixión en la materia, y así se ha representado: verdadero origen del símbolo de la Cruz, ya en la conocida forma griega, donde se significa la vivificación de la materia por el Espíritu Santo, ya en la forma latina donde se figura el Hombre Celeste, el Cristo supremo (14).
Al rastrear en la prehistoria más remota el simbolismo de la cruz latina, o más bien del crucifijo, pensaban los investigadores que habrían de tropezar con que la figura desaparecía, quedando sólo atrás lo que imaginaban ser el primitivo emblema: la cruz.
¿Pero cuál no sería su sorpresa al ver exactamente lo contrario? La cruz se había desvanecido del todo, quedando la figura solamente, con los brazos levantados. No hay ya en esta figura apariencia alguna de dolor o sufrimiento, aunque todavía expresa sacrificio; es ya más bien el símbolo de la alegría más pura que el mundo pueda ofrecer: la alegría de entregarse por propia voluntad; pues representa al Hombre Divino ocupando el espacio con los brazos alzados en actitud de echar bendiciones, de derramar sobre la humanidad entera sus inestimables presentes, de prodigarse voluntariamente a Sí Mismo en todas direcciones, descendiendo al "espeso mar" de la materia, para encerrarse y reducirse en ella, a fin de que, mediante su descenso, pudiésemos nosotros tener existencia" (15).
El sacrificio es perpetuo, pues en cada forma de este universo de variedad infinita se halla esa vida envuelta, constituyendo en realidad su corazón, el "Corazón del 'Silencio" del ritual egipcio, el "Dios Oculto". Este sacrificio es el secreto de la evolución. La Vida Divina, encerrada en la forma, la empuja siempre hacia fuera para que se expanda; mas su presión es suave, por no quebrar la forma antes que haya alcanzado el límite extremo de su expansión. Con paciencia infinita, tacto y discreción, el Uno Divino persiste en su impulso de continuo ensanche, con determinadas fuerzas a fin de que no produzcan roturas. En todas las formas, en el mineral, en el vegetal, en el animal, en el hombre, está la energía expansiva del Logos obrando sin cesar. Ella es la fuerza evolutiva, la vida elevadora que anida en las formas, la energía impulsiva que vislumbra la ciencia, sin saber de dónde procede. El botánico habla de una energía dentro de la planta que la impele hacia arriba; él no sabe cómo ni por qué, pero le da un nombre, la llama vis a fronte, porque allí la encuentra, o, por decir mejor, porque ve allí sus resultados. Al modo que es ella vida en la planta, así lo es también en otras formas, haciéndolas cada vez más expresivas de la vida que mora en su interior.
Cuando una forma llega a su límite, cuando no puede crecer más, no es de provecho para su alma, para ese germen que, como suyo propio, el Logos cobija. Entonces El, no teniendo nada que granjear de la forma, le retira su energía, y la forma se deshace. A esto llamamos decaer y morir. El alma, en tanto, sigue con El, que modela una nueva forma para ella, y la muerte de la forma es así el nacimiento del alma a una vida más llena. Si mirásemos con los ojos del Espíritu y no con los de la carne, en vez de gemir ante la forma que perece, ante el cadáver que devuelve los materiales de que fue construido, nos regocijaríamos por la vida que marcha adelante a ocupar una forma más noble y más apta para el desarrollo proseguido, sin cesar, de sus poderes latentes.
Mediante este perpetuo sacrificio del Logos, todas las vidas existen; esta es la vida a cuyo influjo el universo cambia de continuo. Vida Única, envuelta en miríadas de formas, que lleva siempre unidas, venciendo gentilmente su resistencia; Es de este modo la fuerza unificadora que hace que las vidas separadas gradualmente sean conscientes de su unidad, y trabaja para desarrollar en cada cual la conciencia de sí misma que finalmente le hará reconocerse como una con todas las demás, y descubrir su raíz Una y divina.
Este es el primario y no interrumpido sacrificio, derrame de Vida que el Amor origina, voluntario y gozoso vertiendo del Yo para que se formen otros yo. Este es el gozo de tu Señor (16) en que entra el siervo fiel: sentencia cuyo significado es manifiesto por la declaración que sigue, de que El tiene hambre y sed, y es huésped, y está desiludo, y está enfermo y en prisión en cada uno de los hijos de los hombres.
Para el Espíritu libre el entregarse es regocijo; mientras más se difunde, con más intensidad siente su propia vida.
Cuando más da, crece más; pues es ley del crecimiento de la vida desarrollarse por la difusión, no por la adquisición -dar, no tomar-. Es, pues. el Sacrificio un gozo en su significación primaria; para hacer un mundo, se esparce el Logos, y al ver el parto de Su alma, queda satisfecho (17).
Pero con esta idea ha venido a asociarse el sufrimiento; y así se ve que en todos los ritos religiosos de sacrificio se presenta algún sufrimiento, aun cuando no sea más que una ligera pérdida del sacrificador. Conviene saber cómo se ha verificado este cambio, pues siempre que se habla de "sacrificio", nos asalta de modo instintivo el pensamiento de algo penoso.
La explicación se encuentra cuando pasamos de la Vida que se manifiesta, a las formas en que se encarna, y miramos la cuestión del sacrificio desde el punto de vista de esas formas.
Mientras que la vida de la Vida consiste en dar, la vida o persistencia de las formas consiste en tomar, pues éstas se gastan con el uso, se menoscaban con el ejercicio. Para durar, tienen que extraer de fuera de sí materiales nuevos con qué reparar sus pérdidas; de lo contrario, decaen y se deshacen. La forma tiene que tomar y guardar, y construir en sí misma con lo que ha escogido; de no hacerlo así, es imposible que persista; la ley de crecimiento de la forma es tomar y asimilarse lo que le ofrece el universo amplísimo. y como la conciencia se identifica a sí misma con la forma, considerándola como a sí misma, de aquí que el sacrificio adquiera aspecto penoso; claramente se percibe que dar o perder lo ganado quebranta y socava la duración de la forma; de este modo la Ley de Sacrificio viene a ser ley de sufrimiento en vez de ley de regocijo.
El hombre tenía que aprender de la constante destrucción de las formas y del sufrimiento que le es inherente, que no debe identificarse a sí mismo con tales cosas, mudables y quebradizas, sino con la vida creciente y duradera. Lección ha sido ésta, no sólo de la naturaleza externa, sino también de los Maestros que, al dar las religiones, la incluyeron en sus enseñanzas.
En estas religiones nos es dado distinguir cuatro grandes etapas de la enseñanza de la Ley de Sacrificio. Primeramente fue enseñado el hombre a sacrificar parte de sus bienes materiales, para conseguir mayor prosperidad material; y, en su virtud, hizo sacrificios en caridad de sus prójimos y en holocausto a sus Dioses, según lo vemos por las escrituras de los hindúes, mazdeístas y judíos, y aun de todo el mundo. El hombre daba algo de lo que tenía en estima, para asegurar su prosperidad futura y la de su familia, comunidad y nación.
Sacrificaba en el presente, para ganar en el porvenir.
En segundo lugar viene una lección algo más dura de aprender; en vez de la prosperidad física y de los bienes terrenales, es la dicha celestial el premio que hay que ganar con el sacrificio. Hay que conquistar el cielo; la felicidad ha de gozarse más allá de la muerte -tal es la recompensa de los sacrificios hechos mientras se vive en la tierra. Grande fue el paso dado por el hombre cuando aprendió a desprenderse de las cosas que su cuerpo ansiaba, por la esperanza de un bien lejano que ni podía ver, ni demostrar. Aprendió a ceder lo visible por lo invisible, y al obrar así, se elevó en la escala del ser; pues es tan grande la fascinación de lo visible y tangible, que cuando el hombre llega a ser capaz de cederlo en gracia de un mundo no visto en que, sin embargo, cree, es porque ha adquirido una gran fuerza, y ha andado mucho camino para entender lo que es ese mundo velado. El martirio sufrido, la calumnia afrontada, la soledad resistida, y toda cuanta pena, vergüenza y miseria puede fraguar la humanidad, soportadas con paciencia ante la perspectiva de lo que está en el más allá de la tumba. Ciertamente en todo esto se ve todavía el deseo de la celeste gloria; pero no es poca cosa el poder estar solo en la tierra, sin otro amparo que el de una compañía espiritual, apegado firmemente a la vida interna, cuando la externa es una continua tortura.
La tercera lección vino cuando el hombre, considerándose parte de una vida más extensa, se sintió dispuesto a sacrificarse para bien del todo, y llegó a ser bastante fuerte para reconocer que el sacrificio era un deber, que una parte, un fragmento, una unidad de la suma de la vida ha de subordinarse a la totalidad. Aprendió entonces a obrar el bien, sin preocuparse del resultado respecto a su propia persona; a cumplir su deber, sin aspirar a cosa alguna para sí mismo; a sufrir, porque estaba obligado a ello y no para merecer una corona; a dar, porque la humanidad era su acreedora, y no porque esperase recompensa del Señor. El alma héroe, así aleccionada, estaba en condiciones de recibir la cuarta lección: que el sacrificio de todo cuanto posee el fragmento separado, debe ofrecerse, porque el Espíritu no está realmente separado, sino que es parte de la Vida divina; y al no reconocer diferencia, al no sentir separación alguna, el hombre se vierte a sí mismo como parte de la Vida Universal, y como expresión de esta Vida, participa de la alegría de su Señor.
El aspecto doloroso del sacrificio sólo se da en las tres primeras etapas. En la primera, el sufrirl1iento es pequeño; en la segunda, la vida física y cuanto es capaz de dar la tierra, puede ser sacrificado; la tercera es la gran época de prueba, de esfuerzo, de crecimiento y de evolución del alma humana.
Porque en esta etapa el deber puede exigirle todo aquello que parece constituir la vida: y el hombre, identificado por el sentimiento con la forma, aunque sepa en teoría que la trasciende, ve que se le pide todo lo que siente ser su vida, y así se pregunta: "Si dejo ir esto, ¿qué me quedará?" Parece que la conciencia misma va a acabar con tal desprendimiento, pues debe desasirse de cuanto puede tocar, sin que del lado de allá vea cosa alguna de qué echar mano. Una convicción dominante, una voz imperiosa le manda hacer entrega de su propia existencia. Si retrocede, tornará al vivir mundano, al vivir de la sensación, de la inteligencia, y como allí sólo encuentra los goces que no tuvo el valor de renunciar, experimenta una decepción continua, un ansia constante, un disgusto y falta de placer no interrumpidos, comprendiendo al cabo cuán verdadero fue el dicho de Cristo de que "cualquiera que quisiera salvar su vida, la perderá" (18) , y que la vida que amaba y por la que tanto apego sentía, ha huido de él en definitiva. Mientras que si lo arriesga todo para acudir al llamamiento de la imperiosa voz, si se desprende de su vida, entonces, perdiéndola, la encuentra en la vida eterna (19), y descubre que la -vida que entregó, era sólo muerte en vida, que todo lo que cedió era ilusión, y que ha hallado la realidad.
En esta elección se prueba el metal del ama, y sólo el oro puro sale del ardiente horno donde parece que se entrega la existencia, pero donde, por el contrario, se conquista. A esto sigue el alegre descubrimiento de que la vida así conquistada, ha sido conquistada para todos, no para el yo separado; que el abandono de este yo separado ha venido a resultar el hallazgo del Yo Supremo en el hombre; y que la renuncia al límite, que parecía lo único que hacía posible la existencia, ha parado en esparcimiento de formas infinitas: vividez y plenitud no soñadas, "la virtud de la vida indisoluble" (20).
Tal es el bosquejo de la Ley de Sacrificio, fundada en el Sacrificio primario del Logos, en el que se reflejan todos los demás sacrificios.
Hemos visto cómo el hombre. Jesús, el discípulo hebreo, cedió su cuerpo alegremente para que un Poder excelso pudiese descender y encarnarse en la forma por El voluntariamente sacrificada, y cómo por tal acto llegó a ser un Cristo en toda su plenitud, para servir de Guardián al Cristianismo, y derramar Su vida en la gran religión fundada por el Ser Poderoso con quien Su sacrificio le había identificado. Hemos visto el Alma-Cristo pasar a través de las grandes Iniciaciones: nacer como un niño pequeño; entrar en la corriente de las penalidades del mundo, con cuyas aguas debía ser bautizado, para ejercer las funciones activas de su ministerio; transfigurarse en la Montaña; marchar al escenario del último combate; y triunfar de la muerte. Ahora veremos en qué sentido es él una expiación; de qué modo la Ley de Sacrificio encuentra una expresión perfecta en la vida del Cristo.
El principio de lo que pudiera llamarse el ministerio del Cristo llegado a la virilidad, está en aquella permanente e intensa simpatía con los humanos pesares que se simboliza en la entrada en el río. Desde ese momento puede resumir se su existencia en una frase: "El se dedicó a hacer bien"; pues aquellos que sacrifican la vida separada para servir de canal a la Vida divina, no pueden tener otro interés en el mundo que ayudar a los demás.
El aprende a identificarse con la conciencia de los que le rodean, a sentir con ellos, a pensar con ellos, a gozar cuando ellos gozan, a sufrir cuando ellos sufren, transportando así a su vida activa diaria el sentimiento de su unidad con los otros, que experimenta en las regiones más elevadas del ser. Debe desarrollar una simpatía que vibre en armonía perfecta con la cuerda de tonos múltiples de la vida humana y divina, y servir de mediador entre la tierra y el cielo.
El poder entonces se manifiesta en él, porque en él mora el Espíritu, y comienza así a aparecer a los ojos de los hombres como uno de los capaces de ayudar a sus hermanos menores a recorrer el sendero de la existencia. Conforme se juntan a él, sienten el poder que emana, la Vida divina en el Hijo reconocido del Altísimo. Las almas hambrientas acuden a él, y reciben como alimento el pan de vida; los enfermos de pecado se le acercan, y los sana con la palabra viva que cura la enfermedad y da .salud al alma; los que la ignorancia tiene ciegos, le buscan, y él abre sus ojos con la luz de su sabiduría. Es nota capital de su ministerio que los más bajos y los más pobres, los más desesperados y abyectos sienten, al aproximársele, que no hay barrera que los separe de él; experimentan cuando se agolpan en torno suyo, algo como un saludo de bienvenida; jamás nada que les repela, pues irradia de él un amor que los entiende, y que, por tanto, no puede rechazarlos. Por rebajada que esté un alma, nunca siente al Alma-Cristo encima de sí, sino más bien a su lado, hollando con pie humano la tierra que ella pisa; pero, así y todo, lo siente poseído de un extraño poder que tira a lo alto, con el cual la eleva, y la colma además de nuevos impulsos e inspiraciones.
Así vive y trabaja, el Salvador verdadero de los hombres, hasta que es tiempo que aprenda otra lección, donde pierde por algún espacio la conciencia de aquella Vida divina, cuya expresión ha venido aumentando más y más la suya propia.
Lección que enseña que el verdadero centro de 1a Vida divina está dentro, no fuera. El Yo Supremo tiene su centro dentro de toda alma humana -ciertamente "el centro está en todas partes", pues Cristo está en todo, y Dios en Cristo- y ningún ser encarnado, nadie, "salvo " Eterno" (21), puede prestarle ayuda en su necesidad más tremenda. Tiene que aprender que la verdadera unidad del Padre y del Hijo debe encontrarse dentro y no fuera, lección que sólo puede recibir en el más extremado aislamiento, cuando se siente abandonado por el Dios que consideraba fuera de sí. Al ver cómo se acerca la prueba, grita a los que le acompañan, que permanezcan con él en vigilia durante la hora de las tinieblas; y entonces, rota toda humana simpatía, desvanecimiento del Dios exterior, que da lugar a la presencia del Dios interno. "¡Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado!", es su amargo grito de amor y de espanto. Está en el postrer aislamiento; el abandono y la soledad le anonadan. y sin embargo, nunca está el Padre más cerca del Hijo, que en la hora en que el Alma-Cristo siente su desamparo, pues cuando toca al extremo de su angustia, comienza a clarear la aurora del triunfo. Entiende entonces que es El mismo el Dios a quien clama, y al experimentar la última agonía de la separación, entra en la unidad eterna, ve dentro de sí la fuente de vida, se reconoce perdurable.
No se puede lograr la altura de un perfecto Salvador del mundo, ni alcanzar completa simpatía hacia todos los sufrimientos humanos, si no se ha hecho frente y dominado el pesar, el temor y la muerte por sí mismo, y sin otra ayuda que la del Dios que mora dentro de nosotros. Es fácil el sufrir cuando la conciencia se mantiene sin interrupción entre lo superior y lo inferior, o por mejor decir, no existe sufrimiento mientras esa conciencia sea continua, pues la luz de arriba hace imposible la oscuridad abajo, y el dolor no es tal dolor cuando es sobrellevado ante la sonrisa de Dios. Pero hay un sufrimiento que el hombre ha de afrontar, al que todo Salvador tiene que hacer cara: el de la oscuridad de la conciencia a tientas, no da con mano alguna que agarrar. A tal oscuridad desciende todo Hijo de Hombre antes de elevarse triunfalmente; por esta experiencia, amarga entre las más amargas, tiene que pasar todo Cristo antes que "pueda salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios" (22).
Semejante ser se ha hecho en verdad divino, Salvador de los hombres, con lo que toma a cargo la obra del mundo, para la cual todo esto ha sido una preparación. Dentro de él deben derramarse todas las fuerzas que actúan contra el hombre, a fin de que en él se transformen en fuerzas cooperadoras. Así se convierte en uno de los Centros de paz del mundo, que transmutan las fuerzas de combate, las cuales, de otro modo, aplastarían al hombre. Los Cristos son estos Centros de paz, en quienes se suman todas las fuerzas guerreadoras, para sufrir un cambio dentro de ellos, y difundirse luego como fuerzas creadoras de armonía.
Parte de los sufrimientos del Cristo, aun no perfecto, nacen de este trabajo de armonizar las fuerzas que ponen la discordia en el mundo. Aunque es un Hijo, está todavía aprendiendo mediante el sufrimiento, y así llega "a hacerse perfecto" (23). La humanidad se vería más trabajada de disensiones y más desgarrada de luchas, si no vivieran en ella discípulos de Cristo que convierten en armonía a muchas de las fuerzas contendientes.
Cuando se dice que Cristo sufre "por los hombres", que Su fortaleza, Su pureza y Su sabiduría reemplazan la debilidad, el pecado y la ignorancia de éstos, se dice verdad; pues de tal manera se hace el Cristo uno con los hombres, que ellos forman parte de El y El de ellos. No es cierto que se sustituyan en su lugar, sino que abarca sus vidas en la Suya propia, y vierte la Suya propia, en las de ellos. Elevado el plano de unidad, es capaz de repartir todo lo que ha adquirido, de dar todo lo que ha ganado. Estando por encima del plano de separatividad, y mirando desde allí a las almas sumidas en ella, puede llegar a cada una, mientras ellas no pueden llegarse unas a otras. El agua puede salir de un depósito por muchas llaves abiertas hacia él, mas cerradas por lo que respecta a la comunicación mutua; así puede el Cristo derivar Su vida hacia cada alma.
Una condición solamente se requiere para que un Cristo pueda compartir su fuerza con un hermano más joven: que éste quiera abrir su conciencia humana a la divina, que quiera hacerse receptivo a la vida que le ofrece, y tome el presente que con liberalidad se le dona. Pues con tal reverencia mira a Dios a ese espíritu, que es El Mismo en el hombre, que no derramará corriente alguna de fuerza y de vida dentro del alma humana que se niegue a recibirla. Debe haber abajo la abertura por donde penetre lo que de arriba se vierta: receptividad en la naturaleza inferior, como hay voluntad de dar en la superior. Este es el lazo entre el Cristo y el hombre; esto es lo que han llamado las iglesias el derramar de la "divina gracia"; esto es lo que significa la "fe" necesaria para que la gracia sea efectiva. Giordano Bruno dijo que el alma humana tiene ventanas que puede mantener cerradas. El sol brilla fuera con luz igual; si las ventanas se abren, el sol entrará a torrentes. La luz de Dios da en las ventanas de toda alma humana; cuando aquéllas se abren, el alma queda iluminada.
En Dios no hay cambio, sólo lo hay en el hombre: y no se puede forzar a su voluntad; de otro modo, se atascaría en él la debida evolución de la Vida divina. Así, pues, con cada Cristo que surge, se eleva el nivel humano, y Su sabiduría aminora la ignorancia del mundo entero. Todo hombre es menos débil en razón de Su fortaleza, la cual se derrama sobre toda la humanidad, penetrando en las almas separadas. De esta doctrina, considerada de un modo estrecho, y, por tanto, trastrocada, nació la idea de la Redención subrogatoria, como transacción legal entre Dios y el hombre, y en ella se asignó a Jesús el puesto del pecador. No se comprendía cómo el Ser que alcanza tal altura, es, en verdad, uno con todos Sus hermanos; la identidad de naturaleza fue tomada por sustitución personal, y .así quedó desvanecida la verdad espiritual en la aspereza de una permutación jurídica.
"El llega a conocer entonces cuál es su puesto en el mundo, cuáles sus funciones en la naturaleza -ser un Salvador, y redimir a las gentes del pecado. Encuéntrase en lo íntimo del Corazón del mundo, en el Santuario de los Santuarios, con la investidura de Sumo Sacerdote de la Humanidad. Es uno con todos Sus hermanos, no por substitución, sino en virtud de la unidad de una vida común. ¿Hay alguien pecaminoso? El Cristo es pecador en él, para limpiarlo con su pureza. ¿Hay alguien apenado? El Cristo es en él el hombre de las amarguras; todo corazón destrozado rompe el suyo; su corazón sangra en todo corazón herido. ¿Hay algún ser alegre? Es Cristo quien se regocija, vertiendo en él toda su dicha. ¿Se muestra alguno ansioso? Pues es El quien siente la necesidad, para colmarlo de su mayor satisfacción. El posee todo, y como suyo, es de Sus hermanos. El es perfecto; pues ellos lo son con El.
El es fuerte; ¿quién habrá débil, si El está en ellos? Ascendió a su alto sitial, para prodigarse sobre todo lo de abajo; vive, para que todo pueda compartir su propia vida. El cuando asciende eleva consigo al mundo entero. Y pues El ha andado el camino, éste resulta más fácil para todos los hombres.
Todo hijo de hombre puede llegar a ser tal Hijo manifestado de Dios, tal Salvador del mundo. En cada Hijo de éstos está “Dios manifestado en carne” (24), la redención que ayuda a todo el género humano, el poder vivo que renueva todas las cosas. Una sola condición es necesaria para que ese poder ejerza su actividad en el alma individual: que ésta abra la puerta y Le dé entrada. Pues, aunque El todo lo compenetre, no puede abrirse camino forzando la voluntad de Su hermano; la voluntad humana puede mantener sus fueros igualmente contra Dios que contra el hombre; y es ley de evolución, que se asocie espontáneamente a la acción divina, y no que sea reducida a sumisión enojosa. Si la voluntad abre la puerta, la vida inundará el alma. Mas si aquélla permanece cerrada, sólo podrá hacer que pasen al través ligeros soplos de su indecible fragancia, para que venzan con su dulzura allí donde no puede llegar la fuerza.
Esta es parte de la realidad de un Cristo; pero, ¿cómo podrá pluma mortal reflejar lo inmortal? ¿Cómo han de expresar las palabras lo que está más allá del poder de todo lenguaje? No hay lengua que pueda declarar, ni mente no iluminada que pueda concebir lo que es este misterio del Hijo que se ha hecho uno con el Padre, y que lleva en Su seno a los hijos de los hombres" (25).
Los que quieran prepararse a alcanzar la altura de una vida como ésta en el porvenir, deben comenzar, aun ahora, en la vida inferior, a marchar por el sendero que indica la Sombra de la Cruz, sin abrigar duda alguna sobre su propio poder para realizarlos, pues otra cosa sería dudar del Dios que convive en ellos, "Ten fe en Ti mismo", es lección que aprende el hombre cuando logra ejercitar su conciencia superior, pues esta fe recae realmente en el Dios interno. Para que la vida común del hombre se someta a la sombra protectora de la vida de Cristo, debe aquél ejecutar todos sus actos como un sacrificio, no por lo que pueda aprovecharle, sino por lo que pueda aprovechar a la comunicación mutua; así puede el Cristo derivar Su vida hacia otros; y así, cambiando de motivo en la vida diaria respecto a los pequeños deberes, a las acciones insignificantes, a los intereses estrechos, todo se cambia. No es preciso variar cosa alguna de la vida externa; en cualquiera situación se puede ofrecer el sacrificio; sean cuales fuesen las circunstancias, se puede servir a Dios. El desarrollo espiritual marca, no lo que el hombre hace, sino cómo lo hace; se cifra la oportunidad del crecimiento, no en las circunstancias, sino en la actitud del hombre frente a ellas. "Ya la verdad, este símbolo de la cruz puede ser para nosotros piedra de toque que nos haga distinguir el bien del mal en muchas dificultades. "Solamente aquellas acciones que el brillo de la cruz penetra, son dignas de la vida del discípulo", dice un versículo de un libro de máximas ocultas; lo cual, interpretado, significa que cuanto haga el aspirante, ha de inducir lo la amorosa efusión del propio sacrificio. El mismo pensamiento aparece más adelante en este versículo: "Al entrar en el sendero, se pone el corazón sobre la cruz; cuando la cruz y el corazón se identifican, se ha llegado a la meta." Así, quizá, podremos hallar la medida de nuestros progresos, observando quién domina en nuestras vidas, si el egoísmo o la abnegación" (26).
La existencia empieza a conformarse de este modo, está construyendo la cueva en que ha de nacer el Niño Cristo, convirtiéndose en redención continua en: que lo divino prevalece más y más en lo humano. Tal vida crecerá hasta alcanzar las proporciones de un "Hijo muy amado", y en él obtendrá la gloria del Cristo. Todo hombre puede marchar en esta dirección, ejecutando sus actos y ejercitando sus facultades en son de sacrificio, hasta que el oro se limpie de la escoria, y quede sólo el metal puro.

v:.a:. Annie Bessant
Notas del presente post
(1) 2 San Pedro III, 15, 16.
(2) Essay on the Atonement, por A. Besant.
(3) Ibid.
(4) Brihadáranyakopanishat, I. 1. I.
(5) Bhagavad CIta, III, 10.
(6) Brihadáranyakopanishat, I, II, 7.
(7) Mundakopanishat, II, II, l0.
(8) Haugh. Essays on the Parsis, págs. 12-14.
(9) Apocalipsis, XIII, 8.
(10) The Great Law, pág. 406, por W. Williamson.
(11) A. Besant: Nineteenth Century, junio 1895. “The Atonement”.
(12) Heb., I. 5.
(13) Ibid, I, 2.
(14) The Christian Creed, por C. W. Leadbeater, págs. 54-56.
(15) The Christian Creed, por C. W. Leadbeater, págs. 54-56.
(16) San Mateo XXV, 21, 23, 31-45.
(17) Is., LIII, 11.
(18) San Mateo XVI. 25.
(19) San Juan XII, 25.
(20) Heb. VII, 16.
(21) Luz en el Sendero
(22) Heb. VII, 25.
(23) Ibid, V, 8, 9.
(24) I. Timoteo III. 16.
(25) Theosophical Review, Diciembre 1898, págs. 344. 345, por Annie Besant.
(26) The Christian Creed, págs, 61, 62, por C. W. Leadbeater.

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