El asombro
El «asombro» surge cuando alguien
se tropieza con algo que hasta entonces no ha presenciado, que le resulta
insólito, extraño y nuevo, y cuyo sentido y origen no sabe explicarse. Pero el
asombro frente al hecho cristiano no es un suceso pasajero. La existencia
cristiana nunca se libra del asombro, e incluso éste va creciendo en la medida
que el hombre se adentra en su propia realidad cristiana. El cristiano que se
avergüence de que su propia existencia nunca llega a estar en clara, debería
dejar de ser cristiano. Los milagros aparecen en la Biblia como «signos» o
«señales de alerta»: lo que viene con ellos no es continuación de lo que antes
precedió, sino principio de un nuevo acontecimiento. Éste estado de alerta es
precisamente el que debería sentir el cristiano frente a su propia existencia.
Pero los milagros son también al
mismo tiempo sucesos de ayuda y consuelo. En ellos siempre tiene lugar una
radical transformación salvadora del curso amenazador de las cosas. Y los
milagros también son siempre promesa y anuncio de un mundo redimido, en el que
ya no habrá sufrimiento, dolor ni muerte.
Pero lo más decisivamente nuevo,
el milagro de todos los milagros, es Cristo mismo, cuyo encuentro y llamada no
cesa de experimentar el cristiano. Aquellos a quienes les es dado asombrarse
ante Cristo se convierten en algo nuevo, desconocido. ¿Cómo podría ser nunca su
existencia algo corriente y familiar para ellos? Ser cristiano es siempre, por
consiguiente, algo sorprendente, algo ante lo cual ha de inclinarse el hombre
con asombro.
El interés
La existencia cristiana no puede
quedarse, de ninguna forma, en el mero asombro o en una simple admiración.
Dios, al suscitar del modo descrito el asombro y al hacer del cristiano un
hombre sorprendido, al mismo tiempo lo reclama, hace de él un hombre interesado
por Dios.
Con el asombro, el cristiano se
«introduce» a Dios. Dios lo invade, lo toca, lo toma. Ya no hay vuelta atrás.
Yo, en cuanto individuo concreto, con este carácter, con mi corazón a veces
obstinado o asustado, en mi situación histórica, soy llamado personalmente por
mi Dios. La existencia cristiana es, en primer lugar, la propia vida personal
del individuo cristiano. Se trata de su llamada, de su elección y
santificación, de su alegría y su dolor, se trata del hecho único de su corta
vida y de su muerte. Ser cristiano afecta a todo el hombre.
Pero el ser cristiano no sólo
exige el interés del cristiano por su propia vida privada, sino además por la
cristiandad. Le afecta el juicio que hace Dios de la comunidad de los
cristianos, como también le estimula la promesa que Dios ha hecho a esta
comunidad. Todo cuanto ocurre o deja de ocurrir en la vida del pueblo de Dios,
sea bueno o malo, le concierne, en cuanto cristiano, directamente y le afecta
como cosa propia.
Y finalmente: toda la historia
moderna del mundo es un tiempo de gracia de nuestro Dios. Y aunque todos los
hombres se desentiendan del destino de la humanidad actual (de esta humanidad
que existe hoy, europeos y africanos, americanos y asiáticos, creyentes y
ateos, comunistas y anticomunistas), el cristiano no puede hacerlo, pues a él
le ha tocado poder y deber entregarse a Dios íntegramente. Y este Dios dice
«sí» a todo el género humano. El cristiano existe inmerso en el mundo actual,
interpelado por él y preocupado por él. «Oyéndolo, sintieron compungirse sus
corazones, y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué es lo que debemos
hacer, hermanos?» (Hech 2, 37).
El compromiso
La actitud interior de asombro e
interés da lugar en el cristiano a una esfera existencial de desafío. Es algo
muy hermoso ser llamados así por Dios, pero también supone un compromiso muy
estricto y casi temible. Es verdad que en la revelación existen también
verdades «periféricas» que no constituyen tal compromiso para un cristiano,
aunque tampoco carecen de su valor específico. Pero lo que obliga
incondicionadamente a un cristiano es la plenitud de Dios y su llamada. El
cristiano debería congregar su existencia en torno al centro de la fe, y
juzgarlo todo a partir de ahí.
De ahí que, por un lado, no le
esté permitido prescindir de ningún punto de la «periferia», y, por otro lado,
tampoco deba constituirse a sí mismo en un «segundo centro», ni concentrar en
los detalles su ansia de devoción. Tan sólo Cristo es el centro unificador de
nuestra fe, y el que no recoge con él, desparrama. Llamarse cristiano en el
sentido más esencial de la palabra supone realizar ambas cosas en la vida:
respetarlo todo, por secundario que parezca, y al mismo tiempo sólo
comprometerse con el único centro, Cristo. Todo lo demás es, a lo sumo, simple
devoción (quizás bienintencionada), pero no tiene nada que ver con el núcleo
del cristianismo. Sólo en este equilibrio que resulta de una fe vivida, y a
veces también sufrida, con honradez, puede y debe el cristiano ser un hombre
feliz. Es un hombre «satisfecho», en el sentido básico del término: ha
encontrado su satisfacción. Sabe de qué se trata en la vida, qué importa en
último término. Se sabe a merced de Dios, refugiado en su misericordia,
escogido por él para una eterna alabanza en una felicidad sin fin. Por ello, si
no en la superficie, al menos en su íntimo ser es siempre un hombre satisfecho,
y un hombre que irradia satisfacción en el mundo.
La soledad
En el mundo, un cristiano vive
como un solitario, y no sólo por la fuerza de las circunstancias, sino
esencialmente. Y no siempre es cosa fácil sobrellevar con dignidad y alegría
este aislamiento. Ser cristiano no es desde luego ser huraño, pero en el fondo
es algo crítico, y un revolucionario. El que se entrega a ser cristiano debe
contar con que se encontrará en medio de una minoría. Esta soledad hay que
soportarla con la mayor ecuanimidad, sin dar pie al desaliento ni al despecho.
Es probable que un cristiano,
precisamente por vivir como cristiano, apenas será popular nunca, sobre todo
entre los llamados «hijos del mundo» y también entre los «devotos». El que se
decide a ser cristiano, si lo hace en serio, debe llevar la soledad con
tranquilidad y comprensión.
Pablo aludió claramente a ello.
En el segundo capítulo de su primera carta a los corintios explica lo que
significa llevar en nosotros el pensamiento de Cristo, haber recibido el
espíritu de Dios. Este «hombre espiritual», el cristiano, es un misterio. El
mundo no lo comprende. Lo cual no significa que sea superior, más inteligente,
más independiente. Pero sí es capaz de juzgar al mundo, porque está enraizado
en la libertad de Cristo, y ello le da un distanciamiento del mundo que ningún
otro puede conseguir en el mundo, ni siquiera los más dotados. Y precisamente
por este estar enraizado en Cristo, el cristiano es y será siempre un
solitario.
La duda
Esta quinta condición de la
oración cristiana es tanto más amenazadora cuanto que no viene de fuera, sino
que se desarrolla en nuestro interior.
No debería haber ningún
cristiano, sea joven o viejo, fiel o menos fiel, probado o aún no probado, que
dude que él mismo es, no importa por qué motivos o hasta qué punto, un
escéptico, uno que nunca deja ni dejará nunca de dudar. Antes podría poner en
duda que él es un pobre pecador. Pero el cristiano no ha de desesperar a la
vista de sus dudas, por radicales que sean. Sobre todo porque, en el plan
salvífico de Dios, su duda forma parte de la fe, e incluso es condición de
posibilidad de la fe.
La fe genuina sólo puede aparecer
como duda superada. La oración del cristiano ha de ser siempre el humilde:
«creo, ayuda a mi incredulidad» (Mc 9, 24). Por ello, el cristiano no debe
asustarse ante las dudas de fe, y sobre todo no tomarlas como «ateísmo».
Pertenecen por esencia al proceso de maduración de la existencia cristiana.
La tentacion
Toda existencia cristiana está
continuamente puesta a prueba, para revelar si está construida con «oro, plata
y piedras preciosas o madera, heno y paja» (1 Cor 3, 12). Lo peor sería que no
se diera cuenta, o que olvidara una y otra vez, que es una empresa amenazada,
en constante peligro.
Karl Barth aplicó una vez a los
teólogos el célebre pasaje del libro de Amos (capítulo 5) de la siguiente
Forma: Odio y aborrezco vuestras conferencias y seminarios, vuestras prédicas,
disertaciones y estudios bíblicos, y no me complazco en vuestros coloquios,
congresos y asambleas. Y si me ofrecéis vuestros conocimientos hermenéuticos,
dogmáticos, éticos y pastorales, no los recibiré ni pondré mis ojos en vuestras
cebadas víctimas. Lejos de mí la gritería que organizáis, vosotros los viejos
con vuestras gruesos libros, y vosotros los jóvenes con vuestras discusiones.
No prestaré oídos a las reseñas que publicáis en vuestros periódicos, revistas
y gacetas.
Pero esto vale también para toda
la existencia cristiana, con las debidas modificaciones. Lo más terrible sería
que el cristiano no se diera cuenta, e incluso no pareciera sospechar, que su
propia existencia está puesta a prueba por Dios, sin ninguna excepción. El
cristiano sólo puede tener a Dios a su favor si está dispuesto a tenerlo
también en contra.
La más difícil tentación de la
existencia cristiana hay que buscarla quizás en el ámbito del segundo y tercer
mandamientos. Al parecer no es posible librarnos del culto de nuestras ideas y
de la profanación del nombre de Dios. El cristiano cae una y otra vez en la
tentación prometeica de elevar sus conceptos, sus esquemas y modos de hablar
hasta el trono de Dios, hasta llegar a endiosarlos. Semejante tentativa da
lugar, necesariamente, a una identificación entre el verdadero Dios y aquello
que los cristianos imaginan poder
afirmar sobre él. Pero Dios no puede permitir esta confusión y sólo puede estar
en contra de quienes caen en ese supuesto cristianismo.
Otra tentación, bastante sutil,
que parece acometer precisamente a los cristianos más destacados es la
tergiversación. ¿No es deprimente comprobar cómo hasta los mayores y más
reconocidos teólogos han dejado tras sí, junto a aportaciones de positivo
valor, también rastros verdaderamente funestos? Esa es una amenaza bajo la que
se encuentra siempre el cristianismo. Y ningún cristiano podría vivir sin la
misericordia de Dios.
La esperanza
No quiero atenuar las palabras
precedentes, ni retirar nada de ellas. Muy al contrario. Las reitero, y aun
afirmo: la base de la existencia de la oración es el «a pesar de todo» de la
esperanza. Ser cristiano significa proyectarse hacia un futuro que va a paso
muy lento, y que se llama simplemente «cielo».
Cuanto de soledad, de duda y de
tentación ha de soportar el cristiano, sabrá sobrellevarlo con valor, movido
por los signos de la esperanza y por la alegría del Espíritu santo, con una
actitud que finalmente hará saltar aquella cáscara superficial. En la teología
medieval, alacritas, hilaritas y laetitia spiritualis (alegría, jovialidad y
gozo espiritual) eran notas esenciales de la existencia cristiana.
Sin embargo, el cristianismo debe
recordar siempre que su júbilo interior es el misterio del don de Dios
realizado en el Gólgota: la redención del hombre del pecado, la creación de un
hombre nuevo, liberado, respondiendo a la fidelidad de Dios con igual fidelidad
y viviendo en paz con Dios y para su gloria. Así, y sólo así, puede el
cristiano levantar también la cabeza ante Cristo. «Si hemos muerto con Cristo,
tenemos confianza en que viviremos también con él» (Rom 6, 8). El juicio se
cumplió ya sobre Cristo, al superar él la soledad y la tentación, que nunca
cayeron de modo tan radical sobre ningún otro antes o después de él. Y él lo ha
transformado todo en gracia, que es siempre promesa, revelación de la
esperanza.
El silencio
Todos estamos de algún modo
atados. Ninguno de nosotros es del todo dúctil y flexible en las manos de Dios.
Por ello debemos implorarle: Señor, no pases de largo, no te vayas hasta que me
haya dado cuenta de tu llegada. Señor, no dejes de llamar a mi puerta, golpea
una y otra vez hasta que te abra.
Esa es la actitud de un hombre
dispuesto. Todo su ser es un «sí» a Dios, en silencio. Los hombres más fecundos
y arrebatadores son siempre los más callados, aquellos que han aprendido a
escuchar a Dios.
A lo más íntimo de la existencia
cristiana no se llega cuando se habla, sino sólo cuando se calla. Cuando el
hombre se recoge, cuando su corazón se abre y se manifiesta en él la presencia
del Espíritu. Pero este estar callado hay que aprenderlo. Debemos alzarnos
contra el interminable parloteo que se extiende por el mundo. Pero el ruido
exterior sólo es una cara del problema, y quizá ni siquiera sea la peor. La
otra cara es la agitación interior: el revuelo de los pensamientos, el
torbellino de los sentidos, los temores y deseos. Una vida bien ordenada ha de
incluir el ejercicio de aprender a callar. Hay que empezar por cerrar la boca
siempre que lo requieran el deber profesional, la confianza de otras personas o
el respeto a las vidas ajenas. Pero eso sólo es el comienzo: deberíamos
acostumbrarnos a callar incluso cuando podríamos hablar, esforzarnos en superar
las ganas de hablar. ¡Cuántas cosas superficiales decimos a lo largo del día, y
cuántas tonterías! Debemos comprender que el silencio es bello, que no es algo
vacío, sino fecundo y auténtico.
Pero eso aún no lo es todo. El
silencio exterior no basta. Debemos adquirir el silencio interior, la callada
atención ante una cuestión importante, ante una tarea seria, ante el
pensamiento de una persona allegada. Así descubriremos que existe un mundo
interior en el hombre y que es posible profundizar cada vez más en él.
Y finalmente, el silencio ante
Dios. Ante él, que lo supera todo, que rebasa toda capacidad de nuestra mente y
de nuestro sentir, todas las ideas enmudecen.
«El Señor está en su santo
templo. Calle ante él toda la tierra», nos exhorta el profeta (Hab 2, 20).
«Silencio ante el Señor. Pues está cercano Su día» (Sof 1, 7). «Oídme, islas,
en silencio. Renovad, ¡oh pueblos! vuestras fuerzas» (Is 41, 1). «Calle toda
carne ante el Señor, que se ha alzado de su santa morada» (Zac 2, 17). Así anunciaban
los profetas la venida del redentor. Y cuando por fin apareció Cristo, ocurrió
en medio de la noche, en silencio, ante la adoración de los pastores.
También la prometida eternidad ha
de estar llena de un eterno descanso (Heb 3, 7-4, 11), que desde luego no hemos
de tomar como «inactividad», sino «posesión de la plenitud y gozo en silencio».
Aún se podrían decir más cosas,
algunas importantes, sobre al silencio en cuanto «acto de oración» especial.
Pero aquí nos toca esbozar los rasgos de actitud interior que son necesarios
para que surja la oración expresa.
Así queda resumido el fundamento
de existencia cristiana del que nace la oración: nuestra oración cristiana es
suscitada por el asombro y el interés; trae consigo el compromiso y la soledad;
ha de arrostrar la duda y la tentación; pero en ella brilla siempre la
esperanza y el silencio.
Estas llamadas «condiciones de
posibilidad» de la oración cristiana se dan en toda oración que se realice al
modo cristiano, aunque en la oración concreta unas veces sobresale uno de los
requisitos, y otras veces otro, presentándose todos con diversos matices a la
conciencia de cada cristiano que ora.
Una cosa al menos ha de quedar
clara: la estructura de nuestra existencia está circundada por el misterio. No
por la oscuridad, sino por una luz cuyo resplandor ciega nuestros ojos y hace
enmudecer nuestra boca. En este sentido se podrían analizar dos sentencias de
Tomás de Aquino aplicándolas a la oración, pero no me detendré en comentarlas,
sino que las propondré simplemente a una callada consideración:
El escalón más elevado de toda la
creación lo ocupa el alma humana. Hacia ella tiende la materia como hacia su
forma. El hombre es la meta de toda la creación (Summa contra gentes, 3, 22)...
Dios es venerado mediante el
silencio. No porque no tengamos nada que saber o decir sobre él, sino porque
sabemos que somos impotentes para comprenderlo» (De Trinitate 2, 1 ad 6).
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